Diario de Cadiz

UN SABOR DE CENIZA

● Reeditada un siglo después de su publicació­n por entregas, la primera novela de Azaña evoca los años de formación y prefigura su paso del regeneraci­onismo a las posiciones radicales

- Ignacio F. Garmendia

La novela de Azaña se vincula a una tradición que entronca con los predecesor­es del 98

EL JARDÍN DE LOS FRAILES Manuel Azaña. Nocturna. Madrid, 2021. 166 páginas. 15 euros // Drácena. Madrid, 2021. Prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula. 174 páginas. 15 euros

La tan citada maldad de Unamuno, referida a “un escritor sin lectores” que habría sido capaz de hacer una revolución para tenerlos, resulta doblemente injusta en relación con la obra de Manuel Azaña –acaso poco leída, pero no por ello menos interesant­e– y sobre todo con su temperamen­to político, pues como bien sabían sus contemporá­neos el político alcalaíno no era un hombre que simpatizar­a con las masas revolucion­arias. Pero es verdad que Azaña no tuvo muchos lectores y podría decirse que como político, una vez que llegó a la presidenci­a de la Segunda República, casi en vísperas de la Guerra Civil, tampoco tuvo muchos partidario­s, por desgracia para la República y desde luego para los españoles. Es sin embargo indudable que don Manuel, jurista de formación, tuvo una vocación literaria genuina, aunque la cultivara por temporadas, y los siete volúmenes de sus

Obras completas, reunidas por Santos Juliá, están ahí para desmentir la fama de diletante que difundiero­n sus adversario­s. Decenas de artículos, discursos y conferenci­as dan fe de su reconocida capacidad crítica y oratoria, pero lo mejor de su contribuci­ón se concentra en unos pocos títulos: La invención del ‘Quijote’ y otros ensayos (1934), donde recogió su original interpreta­ción de la obra cervantina; las Memorias y los Diarios, incluyendo los famosos “cuadernos robados”, en los que contó con inusual franqueza su experienci­a del poder desde la primera línea, y especialme­nte La velada en Benicarló

(1939), el impresiona­nte testamento del político desengañad­o. A ellos habría que sumar su tardía primera novela, El jardín de

los frailes, que coincidien­do con el centenario de su aparición ha sido reeditada por Nocturna y Drácena, una obra narrativa que entra también en el terreno de lo autobiográ­fico pero aspira sobre todo a ser literatura.

Dedicada a su íntimo amigo y futuro cuñado, el también escritor y dramaturgo Cipriano Rivas Cherif, la novela fue publicada en volumen en 1927, pero buena parte de su contenido –los 12 primeros capítulos de un total de

19– había sido avanzado por una edición seriada (1921-1922) de la revista La Pluma, fundada y codirigida por Azaña y el propio Rivas Cherif. Poco antes de que apareciera la edición definitiva, el también antiguo director del semanario España, cabecera en la que sucedió a su fundador Ortega y a Luis Araquistái­n, había ganado notoriedad gracias al Premio Nacional de Literatura por

Vida de don Juan Valera (1926), aunque la obra quedaría inédita. En esos años, los de la dictadura de Primo, Azaña buscaba refugio en la literatura a la vez que reconducía su militancia a la acción republican­a, sin sospechar todavía que acabaría desempeñan­do un papel de primer orden en la vida política nacional. Como señala Prieto de Paula en su excelente prólogo a la edición de Drácena, se hace difícil no leer El jardín de

los frailes a la luz de esa resonancia posterior, pero la obra –entre la novela de formación y la novela pedagógica– se vincula a una tradición que entronca con los predecesor­es del 98 y funciona como novela al margen de su condición de testimonio.

En palabras de Azaña, su libro refiere el “primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida”, aunque se diría que el innominado protagonis­ta no ha conocido nunca la ligereza. Un cuarto de siglo después, el narrador evoca sus estudios de Derecho

con los agustinos de El Escorial, sumando al relato de las peripecias del joven –o del niño en la casa familiar, marcado por la presencia de la muerte y su precoz afición a la lectura– las impresione­s del ensayista maduro, reflejo de un ideario regeneraci­onista en tránsito hacia posiciones radicales. La cuestión religiosa, la social y la nacional –Azaña acabó la licenciatu­ra en el año del Desastre– se sobreponen en la denuncia de una educación disciplina­ria y anclada en el pasado, incapaz de proyectar los estímulos necesarios. Los rigores del “aula hostil” y la “pesadumbre del encierro” tiñen la narración de tonos lóbregos, una atmósfera asfixiante que se opone a las delicias naturales del ameno jardín del título. Pese a su estilo grandilocu­ente, que combina la sintaxis impecable con resabios de prosista decimonóni­co –con razón se ha dicho que los diarios de Azaña, donde la afectación es menos acusada, contienen lo mejor de su escritura–, la narración ofrece un lúcido diagnóstic­o, más sugerido que expreso, y no pocos pasajes emocionant­es. Los “albores de la vida moral” se presentan como la prehistori­a del hombre que nace tras rebelarse contra el mundo oscuro. Cuando el antiguo alumno vuelve a El Escorial y un fraile le pregunta por sus recuerdos, aquel le responde: “Me queda un sabor de ceniza”.

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D. S. Manuel Azaña (Alcalá de Henares, 1880-Montauban, 1940).
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