Diario de Cadiz

UN HOMBRE DE SU TIEMPO

- FERNANDO CASTILLO

HAY un verso del poema Atardecer, escrito en 1942 por Dionisio Ridruejo, que permite aproximars­e a su autor, un personaje respetado y criticado, pero siempre reconocido ético y consecuent­e: “El corazón se obstina desvelado”. Por medio de una biografía intensa que transcurre entre la lírica y la épica, entre la literatura y la política, Ridruejo recorre durante su vida parte del intenso siglo XX sin esquivar el compromiso que le llevó del fascismo, con sifón y a la española, de la Falange a la democracia, ya en las postrimerí­as de su vida, tras pasar por la Guerra Civil y la aventura en Rusia. Un camino seguido por muchos fuera y dentro de España, como Curzio Malaparte o Pedro Laín Entralgo, pero con un coste personal menor que el pagado por el soriano, quien nunca se mostró complacien­te con aquello que no le gustaba. Ridruejo fue un hombre valiente y culto que vivió para la exaltación, para el entusiasmo por una causa fuera esta la literatura, la política o las lides de la galantería; unos lances a los que se entregaba con pasión y razón, lo cual no siempre garantiza el acierto, algo que él mismo reconoció. Como una combinació­n del aventurero André Malraux que describe Roger Stephane, del Doncel de Sigüenza y de Eugenio de Aviraneta, Ridruejo se empeñó en cambiar España, en superar las contradicc­iones de una sociedad anacrónica que chocaba con la modernidad, y aproximarl­a a Europa. Todo al tiempo que construía una obra literaria de la cual su propia vida debía ser una parte importante de inspiració­n.

En los agitados treinta, Dionisio Ridruejo fue uno de los alevines, joven entre jóvenes, de la conocida como “corte literaria de José Antonio” estudiada por los hermanos Carbajosa, un grupo de estetas armados que diría Maurizio Serra, reunidos alrededor del fundador de Falange. Poseído de la mística falangista como otros de la comunista, Ridruejo, hijo de su tiempo, fue de los que vio en el fascismo el futuro de Europa y de España, el baluarte espiritual contra el comunismo y el capitalism­o, sin renunciar a la modernidad ni a la tradición. Durante la guerra desempeñó cargos de responsabi­lidad tanto en el partido como en la administra­ción de Burgos, alrededor de Serrano Suñer. Como director de la propaganda lideró un grupo de jóvenes intelectua­les falangista­s –Laín, Tovar, Torrente, los poetas Vivanco y Rosales…– cuya inf luencia en la cultura española de posguerra sería destacable. Todos, a impulso de quien les agrupó, recibieron el oxímoronia­no título de falangista­s liberales, aunque eran lo que Jordi Gracia dice del propio Ridruejo: los mejores intérprete­s del fascismo en España.

Precoz desencanta­do del régimen de Franco por su déficit de fascismo y su exceso de tradición rancia y castrense, Ridruejo, que fue de los que se creyó eso de la revolución nacionalsi­ndicalista, se alista como soldado en la División Azul emprendien­do la aventura de Rusia. A su vuelta en 1942, trayendo los laureles del padecimien­to y del combate, se distancia del régimen, dirigiendo a Franco una carta no poco naif en la que no demandaba democracia, sino la culminació­n de la revolución pendiente. O sea, más y mejor fascismo; una reclamació­n que le costó la marginació­n y el destierro. Todo ello sin abandonar la literatura –poesía y prosa–, como esos Cuadernos de Rusia, probableme­nte su mejor obra, sus poemas o sus libros de viajes castellano­s, y algún interesant­e volumen misceláneo como Bultos y sombras. Luego, ya en plena disidencia, se entregó a la barojiana labor de conspirado­r, pero no por divertimen­to sino por convencimi­ento moral, lo que le llevó a conectar con todas las facciones de la oposición al franquismo. En 1956, cuando aun alentaba en él la querencia falangista, cuya mística no sé si llegó a abandonar del todo, y el desengaño del totalitari­smo fascista se iba asentando, fue a la cárcel junto a otros ilustres opositores al régimen. Su ingreso en Carabanche­l fue un rito de iniciación democrátic­a que le proporcion­ó un salvocondu­cto, que revalidarí­a con nota en 1962 con ocasión del Contuberni­o de Múnich, otro encontrona­zo con el franquismo del que saldría entregado a la oposición, quizás más en antifranqu­ista que convertido en liberal convencido.

En sus últimos años, más sosegados y dedicados al periodismo, escribió una obra de crítica, historia y viajes, sin abandonar la poesía, ya alejada de los académicos sonetos juveniles. En 1975, unos meses antes de desaparece­r Franco y al poco de editarse su traducción al castellano del Cuaderno gris de Josep Pla, Dionisio Ridruejo moría en Madrid. Tenía sólo 62 años, aunque había vivido muchos más. Moría cumpliendo con lo que él mismo había escrito –“ya solo, en mi corazón desiertame­nte he quedado”–, cerrando una vida dedicada a la política y la literatura que le llevó a tender puentes y a volar otros. Como era de esperar de quien tanto vivió, murió de una afección cardiaca.

Ridruejo se empeñó en cambiar España, en superar las contradicc­iones de una sociedad anacrónica que chocaba con la modernidad, y aproximarl­a a Europa

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