LA JUSTICIA
NO hace mucho tiempo, cuando le preguntaron a Felipe González si seguía siendo del PSOE, dijo: “Soy militante, pero no simpatizante”. Una descripción perfecta de cómo se sienten hoy muchos socialistas, que se niegan a renunciar a su militancia, pero no comparten las decisiones que toma Pedro Sánchez en el Gobierno y en el partido, de donde, hay que recordarlo, fue expulsado por el Comité Federal, aunque regresó un año más tarde tras ganar las primarias a Susana Díaz. Propuso entonces una ejecutiva y un federal en donde no tenían sitio los dudosos de apoyar incondicionalmente el sanchismo, excepto los pocos cargos electos que todavía tenían vigentes sus mandatos. Y, lo más relevante, llevó al congreso del partido una reforma de los estatutos que impedía que el secretario general pudiera ser relevado del cargo como lo había sido él.
Esa declaración de González está de plena actualidad cuando el PSOE atraviesa la época más complicada de su historia, porque el secretario general ha creado un Gobierno de coalición que promueve proyectos que van contra los principios que han sido santo y seña del partido, ha perdido toda credibilidad por mentir de forma sistemática, se ha alineado con partidos que se mueven en la ilegalidad y la inconstitucionalidad, protagoniza una grave confrontación con las instituciones judiciales, tanto con el Consejo ante las instrucciones que da Sánchez y, cuando era vicepresidente, un Iglesias que a través del Gobierno buscaba proteger a su clientela: votantes cada vez más menguantes, y potenciar sus relaciones internacionales, sobre todo las de Venezuela.
Desde Moncloa han tocado a rebato para insistir en la idea de que los problemas se resuelven con diálogo y que la instituciones judiciales deben aceptar las decisiones que son prerrogativas del Gobierno. A esa interpretación se han sumado los presidentes regionales excepto los tres mencionados, y también el ex presidente Zapatero, que lo ha hecho con entusiasmo.
No es la persona más adecuada para defender nada: está contaminado por su desafortunada gestión como jefe de Gobierno, incapaz de reconocer la gravedad de la crisis económica y, sobre todo, por su actitud respecto a Venezuela, donde se ha convertido en el máximo defensor de Nicolás Maduro.
Para Sánchez, sin embargo, el adversario más peligroso es el juez Marchena, presidente de la Sala Segunda de lo Penal del Supremo, la que condenó a los dirigentes independentistas por sedición y malversación. En el informe por el que se pronunciaba en contra del indulto, los argumentos son de una solidez jurídica incontestable, pero añade un concepto que no había sido advertido por los analistas: el autoindulto.
El informe señala que el decreto que pretende aprobar el Gobierno tiene como objetivo indultar a unos condenados de los que depende la continuidad de ese Ejecutivo, pues son los partidos de los condenados los que lo sustentan y, por tanto, los que podrían poner fin a la presidencia de Sánchez si le retiraran su apoyo.
El ministro de Justicia, la portavoz del Gobierno, el jefe de gabinete Iván Redondo y otros dirigentes del sanchismo insisten en que el Supremo no tiene nada que decir sobre una decisión gubernamental. Habrá que verlo. Los países democráticos exigen la separación de poderes, pero también garantiza que las decisiones del Gobierno están obligadas a cumplir la ley y la Constitución. Y el indulto planteado por el Gobierno no cumple las condiciones que la ley exige para que se apruebe. Por ejemplo, el arrepentimiento: cada vez que un independentista declara que volverá a hacer lo mismo por lo que fue condenado se abre un precipicio para Sánchez.