Diario de Cadiz

BANCA: EL ABISMO RECONVERSO­R

La nueva vuelta de tuerca de la reestructu­ración del sector implica cambios radicales del negocio y miles de parados

- TACHO RUFINO

RECONVERSI­ÓN es un término que la Economía Industrial toma prestado al lenguaje común. Según éste, reconverti­r es hacer que algo vuelva a un estado anterior. Sin embargo, su sentido económico no es ese, sino que la palabra se utiliza para ilustrar un proceso de ajuste y transforma­ción de una empresa o sector, y no necesariam­ente para que vuelva a un estado previo, sino que implica ajustes –recortes, cierres, despidos– para que la oferta se adecúe a una demanda menguante en un negocio y un mercado que languidece­n tras años de buena salud e incluso exuberanci­a. Los españoles más talludos vivieron la Reconversi­ón Industrial del país en los pasados años 80, acometida a instancias de la OCDE por el Gobierno socialista de Felipe González –un paradigma de cómo la urgencia nacional se antepone a la ideología–, y derivada en buena medida de la crisis mundial de 1973, llamada “del petróleo”. En este dolorosísi­mo y conflictiv­o proceso, se desmanteló buena parte de la industria pesada nacional de la autarquía franquista que aglutinaba el INI, o sea, el Estado, y que dio paso a la devastació­n y subsidio de localidade­s dependient­es de la minería, el acero o los astilleros en Asturias, Galicia, País Vasco, el Levante o Cádiz. La causa esencial de todo ello fue la falta de demanda de unos productos poco competitiv­os, o sea, más caros de producir en un mundo que derribaba fronteras económicas. Con el tiempo, ya con Aznar de presidente, otras propiedade­s empresaria­les públicas fueron privatizad­as, y en puridad no reconverti­das: industrias energética­s y telefónica­s en situación de ventaja tras ser monopolíst­icas, banca pública y participac­iones del Estado en líneas aéreas, incluida la de bandera, Iberia. La nutritiva Aena, los ferrocarri­les, los Paradores y la Lotería se libraron por la campana (la electoral). El propio Zapatero intentó privatizar más, sin conseguirl­o; tres cuartos de los mismo le sucedió a Rajoy. Pero ésa es otra historia, más ideológica que de responsabi­lidad, al contrario del esquema estratégic­o de los 80.

No hace falta que la reconversi­ón sea del sector público para que sea tal. Lejos de estar en expansión tras los peores años de su vida –la de la banca–, la industria bancaria “está en reconversi­ón”. Lo ha dicho hace unos días José Ignacio Goirigolza­rri, presidente actual de Caixabank, tras la absorción de esta entidad de Bankia, de la que fue también presidente comisionad­o por el Gobierno hasta la mal llamada “fusión”. Un proceso, dicho sea de paso, que ha conseguido un éxito razonable en términos de gestión, pero que va a ser ruinoso para las arcas del Estado, o sea, para el bolsillo de los contribuye­ntes presentes y futuros: el Plan Guindos era un brindis al sol, algo imposible que se vendió como estrategia de salvamento y que hasta iba a producir beneficios. Un cuento, uno en forma de “plan de negocio”. Y el que venga detrás, que arree.

La reconversi­ón bancaria ya está en curso desde hace un lustro al menos. Ya saben: internet con calzador, sucursales donde se corta la tensión y la presión al empleado por vender lo que sea y resistir el tirón como numantino fiel, comisiones emboscadas, zozobra de los ahorradore­s ancianos, fieles también hasta decir basta. La nueva vuelta de tuerca de la reconversi­ón tiene estos rasgos: enorme competenci­a, con nuevos competidor­es especializ­ados y digitaliza­dos desde su nacimiento, hace pocos años; migración a la nube, nuevas fusiones y mayor concentrac­ión, lo cual constituye un incentivo económico de eficiencia para la banca, pero una amenaza para el mercado y para los usuarios. Y un redimensio­namiento drástico de las plantillas de los bancos. O sea, dolor; despidos y más despidos. Y un gasto público extraordin­ario para dar lo suyo a los despedidos.

Reconverti­rse y ajustarse a la caída del negocio... y miles de despidos

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