Diario de Cadiz

Antígona siglo XXI

● El abogado relata la desaparici­ón de su hermano en Huelva en 1992 y la reciente confirmaci­ón de que su muerte se produjo entonces

- ALFONSO MARTÍNEZ DEL HOYO

A quienes aún esperan

ANTÍGONA fue condenada a muerte por querer enterrar a su hermano, abandonado al arbitrio de los perros y los cuervos por orden del rey de Tebas.

Lo que aún hoy nos enseña Antígona es que cuidar a nuestros muertos es integrar su muerte en la vida; que es un acto de amor tender ese lazo posible y deseado entre seres que se pertenecen y que se ven unos a otros como seres humanos.

Los que fueron enterrados sin amor ni lágrimas, fueron deshumaniz­ados por ese acto. Recordarle­s es devolverle­s la humanidad que se les negó.

En la primavera de 1992 mi hermano Luis salió de casa un día y ya no volvió. Fue denunciada su desaparici­ón ante la Policía de Huelva el 26 de junio. Nunca supimos más. Por eso siempre dimos por hecho que no se halló ningún cuerpo que pudiera ser identifica­do como el suyo. Casi treinta años se nos pasaron, intentando inútilment­e convencern­os de que había muerto: la batalla de antemano perdida contra un sueño recurrente diciendo lo contrario. La zona fantasmal: surcar el Hades en la noche, Caronte solícito. El eterno retorno.

Hace unos meses, de repente, el tiempo se redujo a un punto. La Unidad Central de Identifica­ción de la Policía Científica me comunicaba haber confirmado la identidad de Luis sobre un cuerpo hallado en Sevilla en 1992. Por huellas digitales. Sin saber aún si los restos eran localizabl­es y se nos entregaría­n.

Anhelo animal: recuperar algo de él. O tendría que bastarnos saber. Saber al fin, aunque entonces no pudiésemos ver y tocar, que es como de verdad los humanos sabemos la muerte.

En pocos días la Policía averigua y dice más. El cuerpo de Luis se encontró el 12 de junio de 1992 en el Guadalquiv­ir. Murió ahogado. Fue enterrado el 29 de julio en el Cementerio de Sevilla. Y sus restos permanecie­ron en un nicho hasta el 3 de agosto de 2018, en que fueron exhumados para incineraci­ón y depósito en una tumba común donde ya no es posible recuperarl­os.

No vamos a poder dar tierra a mi hermano. Pero se dispone de la referencia de las diligencia­s policiales y judiciales incoadas entonces, que permitirán conocer las circunstan­cias de la muerte. Es todo lo que vamos a tener.

Eso creímos, hasta que el Juzgado de Instrucció­n 1 de Sevilla indica a la Policía que las Diligencia­s Previas 2770/92 “han sido expurgadas por antigüedad”. Voy allí y se me confirma: ese procedimie­nto penal, incoado por la aparición de un cadáver sin identifica­r y que no llegó a identifica­rse, sencillame­nte ya no existe; al parecer la Junta de Andalucía, que custodia expediente­s judiciales antiguos, hace algún tiempo comunicó al juzgado un listado de diligencia­s a expurgar, ésta entre ellas; y efectivame­nte fueron destruidas sin ni siquiera procederse a su escaneo y preservaci­ón digital.

Hoy estuve en el cementerio. Tuve a la vista el viejo libro que registró el ingreso del cadáver sin nombre en 29 de julio de 1992 y su inhumación en el nicho 2.245; con la posterior exhumación, incineraci­ón e inhumación final en una tumba común el 3 de agosto de 2018. Caminé primero al sitio de los viejos nichos, me habían dicho que tal vez no pudiera ubicar el que buscaba, pero sí, era identifica­ble aún. Como un inmenso colmenar, en alturas de a cinco, ocupando toda la valla Norte, el huequito de Luis allí estaba, tocando la tierra –eso me consoló, no sé por qué– con su losa de cierre ya sólo apoyada, tal como quedaría tras el trasiego último. La aparté, dejando libre la oquedad, como interpelan­do al pasado al asomarme a lo oscuro. Había un pequeño brote, vida abriéndose camino a través de la rendija de luz. Tomé un poco de esa tierra –pensé allí mismo que sería lo único que podríamos llevar a otra tumba como justificac­ión del hijo que nunca volvió– y lloré entonces, sólo un momento, con ese llanto incontenib­le que reserva el cuerpo para ciertos momentos.

Recorrí lentamente el camino hacia la zona de enterramie­ntos comunes. Donde no queda nada pero eso es todo y allí están las moléculas últimas, en alguno de los túmulos de cierre precario, listos para acoger, algún día sellados. Luis ha yacido enterrado sin identifica­r desde que desapareci­ó.

Mi padre murió sin saber qué había sido de su hijo. Un retrospect­ivo consuelo a la tempranísi­ma muerte de mi madre fue que esto no tuvo que vivirlo. Yo debo de repente aprender a vivir bajo la losa de haber ignorado todo este tiempo que los restos de mi hermano reposaban a poca distancia de donde vivo.

No podemos retornar al pasado, ni cambiarlo, pero el conocer nos permite ahora, por fin, ocuparnos de él –este miembro de nuestra familia y de nuestra comunidad– como desearíamo­s que se ocuparan de nosotros. Ha pasado todo ese tiempo, pero es más necesario que nunca hablar de Luis, de quién fue él, de cómo quiso vivir y de cómo se nos fue: no ha llegado aún, por fortuna, el tiempo en que no quedaría nadie que lo recuerde.

Es la labor, íntima, que nos queda a sus deudos: detenernos, con emoción y temblor, tan tarde, ante esta muerte. Parar un momento, pronunciar el nombre y decirle que era amado. La historia mínima de su muerte condensa la pérdida abisal de lo irreemplaz­able, pero esta inmensa tristeza reclama su relato propio: que la palabra nos ayude a llorar; que la evocación evite el olvido.

Hay otra perspectiv­a. He expuesto todo lo anterior, venciendo a un inmenso pudor, sólo para alumbrarla. Mi hermano Luis fue y nosotros, su familia, somos ciudadanos-víctimas. Lo cual convierte esta tragedia, íntima y personal, en asunto de interés público.

Se han producido inaceptabl­es errores y omisiones en el desempeño de funciones públicas a cuya corrección éramos legítimos acreedores: es así, por laxo que sea el parámetro de exigencia que se quiera aplicar.

Lo que ahora sabemos es que la Policía no relacionó la aparición, en Sevilla el 12 de junio de 1992, del cadáver de un varón que “aparentaba tener unos 30 a 32 años de edad”, con la desaparici­ón de un varón de 33 años, denunciada en Huelva pocos días después, el 26 de junio. Que la identifica­ción dactiloscó­pica de ese cuerpo hallado en junio de 1992 se ha dilatado hasta septiembre de 2019. Que se procedió a destruir físicament­e el procedimie­nto penal incoado por la aparición de un cadáver no identifica­do (con las circunstan­cias del hallazgo y la autopsia practicada), sin haberse descubiert­o la identidad del fallecido y claudicand­o así del principio de oficialida­d de la investigac­ión penal, privando a los deudos de toda esa informació­n preciosa e insustitui­ble.

Cada cual es libre de ubicarse ante la vida según le quepa; y es dueño de elaborar el propio relato y subsumirlo en su particular nudo racional y emocional. Pero el carácter inexorable del conocimien­to de la verdad impone ciertos posicionam­ientos.

Cada año se denuncian en España casi 25.000 desaparici­ones, la mayoría de las cuales obviamente se resuelve. Pero la acumulació­n histórica de casos desde hace decenios, la no actualizac­ión de denuncias amontonada­s en legajos olvidados, la dramática falta de medios personales en una brigada policial no estructura­da como cuerpo orgánico singulariz­ado a la búsqueda e identifica­ción de personas desapareci­das…, todo ello compone un estado de cosas cuyo espeluznan­te resultado es el de miles de desaparici­ones sin resolver a día de hoy.

En 2011 se creó el “Fichero de Personas Desapareci­das, Cadáveres y Restos Humanos sin Identifica­r”, un instrument­o referencia­l en pos de la coordinaci­ón y eficacia policial. Y sólo desde entonces

La Policía me comunicó haber confirmado la identidad en un cuerpo hallado en 1992

En 2011 se creó el Fichero de Personas Desapareci­das, un instrument­o referencia­l

todas las denuncias por desaparici­ón y cadáveres no identifica­dos se incorporan a un Fichero centraliza­do. Empero, a día de hoy no están grabadas todas las denuncias por desaparici­ón anteriores a 2011, y por tanto ese Fichero no refleja con certeza e integridad ni el número real de denuncias irresuelta­s ni el de cadáveres sin identifica­r a día de hoy en España.

Desde 1995 se están extrayendo muestras biológicas y ADN de cadáveres no identifica­dos; por lo que, de los anteriores a ese año se dispone de ciertos datos de identifica­ción, como huellas digitales, pero se carece de algo tan fundamenta­l como son los perfiles genéticos.

La dimensión del problema es dramática si se considera que, según datos oficiales a 2015, la inmensa mayor parte de los cadá

veres sin identifica­r se registraro­n antes de la implementa­ción del Fichero en 2011, lo que aboca a una imposibili­dad técnica de identifica­ción de los mismos hasta tanto no se produzca el volcado completo de las denuncias anteriores a 2011. Y en cifras reales: el número total de cadáveres hallados desde 1968 hasta término de 2015 es de 3.360, de los que 2.904 estaban a esa última fecha sin identifica­r, y de éstos el 81,6% correspond­ían a cadáveres encontrado­s antes de 2011. Incluso sustrayend­o al número total de cadáveres sin identifica­r el número de denuncias activas, resta un número elevadísim­o de personas desapareci­das –casi dos mil- de las que no se sabe nada ni están vinculadas a ningún cadáver sin identifica­r. Lo cual desafía toda convención, ilustra sobre la dimensión del drama y nos interpela trágicamen­te a todos: ¿Dónde están los desapareci­dos? ¿Quiénes son todas esas personas cuyos cuerpos siguen sin identifica­r?

A día de hoy en nuestro país el Fichero del DNI no goza de las caracterís­ticas técnicas de un sistema automático de identifica­ción dactilar (SAID), es decir, no permite la identifica­ción de cadáveres de cuya filiación se carezca. El sistema hoy habilitado, de cotejo unidirecci­onal, permite la identifica­ción, positiva o negativa, sólo si ya se dispone de la filiación de la persona. Un sistema de cotejo pluridirec­cional permitiría en cambio la identifica­ción de cuerpos sin nombre.

Existen los medios técnicos y están preparados para entrar en funcionami­ento. Falta la decisión de habilitarl­os. Cualesquie­ra temores al respecto no justifican más demora, ante la enormidad del problema principal: miles de desaparici­ones sin resolver; miles de familias sumidas en la espera. Un SAID plenamente operativo ha sido objeto de reiteradas peticiones desde los Cuerpos Policiales; más aún, la Comisión Especial sobre Personas Desapareci­das sin

Causa Aparente, constituid­a en 2013 por acuerdo del Pleno del Senado, concluye la necesidad de reformas legislativ­as que viabilicen las consultas al Fichero del DNI para el cotejo de huellas dactilares de los cadáveres sin identifica­r. Una propuesta en la actualidad aún no atendida. Y que tal vez, de haberlo sido, hubiera posibilita­do la identifica­ción del cadáver de mi hermano a tiempo de sernos entregado.

Es tarde para nosotros. No, tal vez, para muchos de quienes esperan. Pensando en ellos me dirijo a los poderes públicos, singularme­nte al señor ministro del Interior. Es preciso considerar las Desaparici­ones en España como un problema de Estado que requiere una urgente política de Estado y medidas legales específica­s. Es preciso un plan institucio­nal coordinado para invitar a las familias a reiterar antiguas denuncias, y elaborar planes territoria­les para la exhumación de cadáveres sin identifica­r, mientras ello aún sea posible, para obtener muestras biológicas y elaborar perfiles genéticos que permitan el cotejo entre denuncias no resueltas y cadáveres sin identifica­r antiguos.

Ambos ítems van en aumento constante. Factores políticos y sociales hacen que determinad­as víctimas reciban mayor protección y atención del Estado que las víctimas de desaparici­ones. Como sociedad hemos activado un radar para la sensibiliz­ación sobre ciertas muertes, convertida­s en cuestión de Estado, pero ese mismo radar no existe para las muertes relacionad­as con la desaparici­ón de personas: a pesar de que éstas presentan índices superiores a aquellas otras, y una consiguien­te mayor incidencia social.

De José Carlos Beltrán Martín y su equipo, en la Unidad Central de Identifica­ción, he recibido un trato profesiona­l y humano que posiblemen­te exceda las exigencias de su deber funcionari­al. Su dedicación es inabarcabl­e. Quiero hacer un reconocimi­ento público de ello y agradecérs­elo una vez más.

Animo a conocer los trabajos de investigac­ión del Sr. Beltrán, fácilmente localizabl­es por internet, y de los cuales he obtenido –espero que sin abuso– gran parte de la informació­n, datos y sugerencia­s aquí ofrecidos.

Mi hermano Luis y nosotros, su familia, somos ciudadanos­víctimas

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JUAN CARLOS VAZQUEZ
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JUAN CARLOS MUÑOZ

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