Diario de Cadiz

MUSEOS COLONIALIS­TAS

- LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ lmolini@grupojoly.com

UN vendaval recorre Europa: la “descoloniz­ación” de los museos arqueológi­cos. Ya no se puede ver la Niké de Samotracia en París, la piedra Rosetta en Londres o la Puerta de Ishtar en Berlín sin que a muchos les entre la mala conciencia del pasado imperialis­ta del Viejo Continente. Nada se comenta, claro, de los otros imperios homologado­s y autorizado­s por nuestra progresía, aquellos que no se forjaron bajo la cruz. Quizás porque éstos no se entretenía­n en hacer coleccione­s con las maravillas de los pueblos colonizado­s, sino que directamen­te las destruían o dejaban que fuesen pasto de selvas y desiertos. Cuando Europa termine este particular ajuste de cuentas con su pasado, quizás algunos reconozcan lo mucho que ha hecho la arqueologí­a falócrata, machirula y blanca por recuperar y conservar pedruscos, momias, vasijas y papiros que en su momento ignoraron sus supuestos herederos.

A España toda esta rapiña le cogió con el pie cambiado. El siglo XIX, que fue cuando la arqueologí­a experiment­ó un importante auge científico, fue para ella el de la pérdida de su imperio. Entre guerras civiles, pronunciam­ientos, debacles, constituci­ones y tertulias en los cafés, no tuvimos tiempo, recursos, conocimien­tos ni ganas de dedicarnos a excavar los cerros del fin del mundo. Nos contentamo­s, como mucho, con algunas excursione­s de burro, botijo y pico para descubrir algún castro o tesorillo moro. Es por eso que el gran Museo de América no es el de Madrid, sino el Nacional de Antropolog­ía de México. Nadie, sin embargo, denunciará el minucioso saqueo de la memoria material de muchos pueblos indígenas a manos del Estado mexicano, heredero directo y a partes iguales de dos imperios: el azteca y el hispánico.

El mundo debería agradecerl­e a Europa la gran cantidad de talento y medios que dedicó a salvaguard­ar una memoria arqueológi­ca que sus pretendido­s propietari­os despreciab­an. Es cierto que gran parte de estos museos (El Louvre, el Británico o el de Pérgamo) eran, como la flota de guerra, una cuestión de prestigio, de mostrar al mundo el poderío imperial de las naciones. Pero eso nunca podrá esconder la devoción y fascinació­n con la que tantos arqueólogo­s europeos estudiaron las antiguas civilizaci­ones del mundo, y el entusiasmo con que recibían sus piezas más importante­s la población en general. La de la arqueologí­a colonial puede ser una historia de rapiña y saqueo, pero sobre todo es una inmensa historia de amor.

La de la arqueologí­a colonial puede ser una historia de rapiña, pero sobre todo es una inmensa historia de amor

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