Diario de Cadiz

“Queremos tanto que nos quieran que procuramos no mostrarnos”

● La autora reflexiona en ‘Los buenos hijos’ (Tusquets) sobre los silencios que crecen en las familias y sobre los límites que tiene una investigac­ión

- Pilar Vera

–Los buenos hijos es la segunda entrega centrada en los casos de una familia de detectives en Sant Andreu, en Barcelona. ¿Cómo ha ido la acogida en el barrio?

–Pues el principal feedback lo recibí sobre todo en la presentaci­ón de la primera entrega, porque se hizo en la biblioteca de la zona. Yo soy de El Prat, que está en la otra punta de la ciudad, pero la novela tenía la cualidad de sentirse como propia en Sant Andreu porque creo que su perfil es parecido: conozco este tipo de barrios y esa esencia que conservan de barriopueb­lo, aunque hablemos de núcleos de muchos habitantes. Todo el mundo se conoce a pesar de ello. El Prat puede tener unos 70.000 habitantes y, cuando voy a visitar a mi familia, eso es un pueblo. También por eso ambas novelas empiezan con un velatorio porque, ¿qué hay más de pueblo que un velatorio o un entierro, y ver quién va o no va? De hecho, tengo una hermana que es la aficionada, la representa­nte oficial de la familia en estas cosas.

–La trama se centra en gran medida en la facilidad que tienen los adolescent­es para introducir­se en redes que lleven a la prostituci­ón o la explotació­n sexual. ¿Por qué escogió este tema?

–La idea venía de un caso real que se dio en Gran Bretaña y del que me enteré por una serie de tres capítulos de la BBC que se llama

Three Girls. Pensé que lo que más me chocaba, al conocer este y otros casos similares, era por supuesto el hecho de que existe gente que abuse de adolescent­es en una época complicada. Y otro de los temas era el silencio de muchos de los que saben que estas cosas están pasando, pero no dicen nada... En estos casos, casi siempre estas mismas niñas de las que están abusando no se atreven a hablar con sus padres. Así que me pregunté, ¿qué falla en la comunicaci­ón entre padres e hijos para que llegues a temer más la reacción de tus padres ante un caso así que el que sigan abusando de ti?

Algo similar ocurre con los niños que sufren acoso en el colegio, que tampoco son capaces en muchos casos de hablar con los padres. Qué los frena. Por eso el tema está centrado en esos padres que, demasiado tarde, quieren saber de su hija y ese silencio.

–Nos sorprender­íamos de lo que es capaz de hacer la gente con tal de mantener intacta la fotografía del recibidor.

–Queremos tanto que nos quieran que hacemos cualquier cosa menos mostrarnos. También los padres, claro, crean una imagen de sí mismos, y la adolescenc­ia es el momento en el que se cuestiona a los padres –no son todopodero­sos, perfectos, omniscient­es... –

–Lo que está delante de nosotros y no vemos vertebra como dice, toda esta historia. De manera especial, en una familia de detectives que tiene como tabú el investigar­se a sí misma.

–Es el primer mandamient­o de la familia, una familia, además, con una figura del pater familias muy potente hasta que una de las hijas rompe el tabú de aquello que necesita saber y el castigo es, de alguna manera, su huida, que vemos en la primera novela. Como el mito bíblico, tiene que cargar con el peso del conocimien­to: ha robado la manzana del árbol de la ciencia, sabe demasiado y eso le pesa. La otra hermana, que también sabe, es un espíritu más pragmático y lo lleva mejor, su vida está más estabiliza­da. En el fondo, la petición primigenia es casi imposible: su padre les ha prohibido algo pero les ha dado todas las herramient­as, haciéndole­s detectives, para desobedece­rlo.

–Aunque cada personaje lo lleva a su manera, el dedicarse a meter las narices en la vida de los demás, y en los rincones más miserables de esas vidas, debe pasar factura.

–Para hacer estos libros, he hablado con dos detectives de distinta edad. Y notas que llega un momento en el que lo ven todo como algo muy profesiona­l. Sí te advierten de que uno puede tener una personalid­ad determinad­a, pero de lo que tienes que tener cuidado es de no perder la empatía por la gente. Lo que ocurre es que hay que saber decir hasta aquí, si te lo llevas a casa te machaca.

–Cualquier parecido con El halcón maltés no es que sea coincidenc­ia, es que no existe.

–En color, la vida es menos elegante que en blanco y negro, de siempre, y lo que mis personajes detectives ven es la mezquindad cotidiana. Una amiga me dijo el que es leitmotiv de estas historias, y es que de cerca todos somos feos, y todos somos raros. La convivenci­a, o la amistad, es poder aguantar cosas que a veces nos cargan, más o menos –teniendo en cuenta que muchas veces no te aguantas ni a ti–, pero ellos están ahí todo el día. Los hijos se han vuelto cínicos porque son muy jóvenes; el padre ha tenido otro rodaje, con un pasado quinqui, peor que el de sus hijos, pero unos padres obreros, más tradiciona­les... Lo de dedicarse a ser detective es algo que llegó después, pero sus propios hijos llegaron a ese escenario del tirón, ellos tienen una visión muy negativa y son muy frágiles, inestables. Porque, a estos hijos que aprenden de las dobles vidas en cuanto tienen conocimien­to del mundo, se les une el tener que lidiar con una madre brillante pero trastornad­a y un padre que le sirve a ella de escudo.

–Conforme avanza la historia, cada vez el runrún del pasado familiar es más potente.

–Y los marca. Vamos viendo la huella de la generación anterior, y la generación de ahora es el producto de todo esto, con una visión muy negativa del mundo.

–Otra de las cosas que también se pone entre comillas es el poder sobrehuman­o que le otorgamos al amor.

–Y es que también hay formas malsanas de amor, en este caso, amor y codependen­cia: él la necesita a ella para pensar, y ella a él para controlarl­a. Quizá estuvo en algún momento y ahora ya no se sabe muy bien qué hay. De hecho, los hijos los sienten a ambos como una misma entidad. La relación entre los progenitor­es, por más dura que sea, es excluyente.

–Una de las cuestiones que plantea es lo difícil del duelo cuando llega de repente. Aunque no sé si existe algo así como un duelo mejor que otro.

–Cuando muere alguien y llega ese momento en que te das cuenta de que la ausencia es definitiva, el mundo se te cae encima igual. No tienes el golpe brutal de lo inesperado, de acuerdo. Cuando una muerte ocurre súbitament­e lo que sí hay es una sensación de irrealidad al principio. A mí, desde luego, nunca me ha servido de nada saber que algo así iba a pasar porque, aunque lo esperes, cuando llega el momento de la muerte es impactante y el vacío posterior, idéntico. Es algo tan absoluto que nos supera, no hay vuelta atrás ni matices. El libro está dedicado a la fotógrafa Ana Portnoy...

–Cierto.

–Bueno, ella sabía que se moría, había recaído de un cáncer. Justo empezó a sentirse otra vez mal durante un viaje que estábamos haciendo juntas... Y me hizo llegar un libro de poemas para que siguiéramo­s “dialogando” en el mismo día en que murió. ¿Qué decir, qué hace una con eso? A mí esa entereza me deja admirada porque soy incapaz de asumir nada semejante. De hecho, lo único que podría sentir al respecto, más allá de la tristeza, es indignació­n. Muy lejos de la ‘z’ de zen, en la ‘c’ de cabreo.

¿Qué ocurre para que un adolescent­e tema más a la reacción paterna ante un abuso que al propio abuso?”

En color, la vida es menos elegante que en blanco y negro, y mis detectives lo que ven es la mezquindad cotidiana”

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D.S. La escritora Roba Ribas (El Prat de Llobregat, 1963).

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