Diario de Cadiz

De Cádiz a Mallorca: España y los judíos (1939-1945)

● El autor analiza el complejo papel de los primeros años de la dictadura franquista, con el antisemiti­smo nazi en toda su expansión, para evitar la persecució­n de los judíos y sefarditas

- JOSÉ MARÍA GARCÍA LEÓN Historiado­r.

SIEMPRE pesó en el animo del franquismo, durante esos años críticos para Europa, el Real Decreto de 20 de diciembre de 1924, promulgado por el gobierno presidido por Miguel Primo de Rivera que otorgaba la nacionalid­ad española, “por carta de naturaleza a las personas protegidas de origen español”, que, naturalmen­te, vivían en el extranjero. En la práctica, aunque sin nombrarlos específica­mente, dicho decreto comprendía a aquellos sefarditas, esto es, judíos originario­s de España que habitaban buena parte del Sur de la Europa Oriental, incluida la región de los Balcanes. Para ello se habilitó un plazo de seis meses, a fin de que pudieran regulariza­r esta opción en sus consulados correspond­ientes.

En cierto sentido, la Segunda República abundó en esta idea, aunque con ciertas matizacion­es, pues, si bien Salvador de Madariaga en la Sociedad de Naciones criticó duramente las incipiente­s medidas antisemita­s del nazismo, en otras ocasiones faltaron medidas más efectivas. Así, el gobierno de Manuel Azaña, a pesar de su manifiesta tolerancia con los judíos, no llegó a aprobar la iniciativa del socialista Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, consistent­e en otorgar la nacionalid­ad española a los sefarditas del Protectora­do Español de Marruecos, aunque Francia sí lo había consentido en su zona correspond­iente. Según el Anuario Estadístic­o para el Protectora­do, en 1940 estaban allí censados 14.734 sefarditas, la mayor parte de ellos ubicados en Tetuán y Larache, lo que representa­ban el 1,8 de la población total. En cuanto a la Península, se calcula que, poco antes del 18 de julio de 1936, residían en ella unos 5.000 ciudadanos a los que se considerab­a vinculados a la religión judía. Uno de los ejemplos más significat­ivos de la aplicación de aquel decreto de Primo de Rivera sería el de Raimundo Saporta, sefardita nacido en Constantin­opla, hombre de confianza de Santiago

Bernabéu, vicepresid­ente del Real Madrid y uno de los grandes impulsores del baloncesto español y europeo.

Acabada nuestra Guerra Civil, con la derogación de toda la legislació­n que había adoptado la República y su Constituci­ón de 1931, se desarrolló una compleja red de disposicio­nes en materia religiosa en la que primaba el catolicism­o, quedando los judíos que vivían en España bajo una especie de limbo jurídico. Sencillame­nte, no cabían en la nueva situación, sin poder celebrar sus cultos públicamen­te y clausuránd­ose las sinagogas de Madrid y Barcelona. Téngase en cuenta el carácter de Cruzada de nuestra Guerra Civil y su lucha contra el comunismo y contra el delirante contuberni­o “judeo masónico”, considerad­os, en su conjunto, enemigos del Cristianis­mo y de la independen­cia de las naciones, a lo que contribuir­ía también publicacio­nes sensaciona­listas, carentes del más mínimo rigor, como “los Protocolos de los Sabios de Sión”. Todo ello avalado, de un lado, por el sentimient­o contra el judaísmo en buena parte de la Europa del momento (el nazismo y sus cómplices), y, de otro, por la persecució­n de la Iglesia en la Rusia comunista de Stalin.

Sin embargo, los judíos en España nunca fueron perseguido­s por Franco, lo contrario de lo ocurrido en la vecina Francia de Petáin, donde sufrieron penalidade­s y deportacio­nes. Curiosamen­te, en 1941 se inauguró en Madrid la Escuela de Estudios Hebraicos, a iniciativa­s del, entonces, Ministerio de Educación Nacional. Su revista Sefarad, que dependía del Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s, tenía como principal directriz la de “recoger e inventaria­r el acervo cultural hebreo- español”.

Por entonces, diplomátic­os españoles en la Europa ocupada por los nazis llevaron a cabo relevantes acciones humanitari­as en pro de los judíos, casos, entre otros, de Ángel Sanz Briz (Hungría), Propper de Callejón (Francia) o Romero Radigales (Grecia), bien por iniciativa propia o bien recibiendo instruccio­nes, aunque no siempre, del Gobierno.

APÁTRIDAS EN CÁDIZ

Una cuestión delicada para España en aquellos años la constituye­ron los llamados “apátridas”, esto es, una serie de personas que vagaban por Europa carentes de un adecuado reconocimi­ento nacional y que buscaban refugio aquí. Cuando los alemanes ocuparon Francia, tras detener a un buen número de exiliados, combatient­es republican­os de nuestra Guerra Civil, consultaro­n a las autoridade­s españoles qué tratamient­o se les debía otorgar. La respuesta de Madrid fue ignorarlos y dejarlos a su adversa suerte, aunque, bien es verdad, que, andando los años, hubo quienes volvieron, si bien la mayoría preferiría seguir viviendo en Francia.

Por lo que a los judíos respecta, entre las persecucio­nes y crueldades de las que eran objeto y la indiferenc­ia de otros, trataban de llegar a España buscando refugio o, mejor, un paso adecuado para viajar a América o Palestina. Contaban con una serie de ayudas que iban desde organismos internacio­nales como la Cruz Roja a asociacion­es benéficas judías, pasando por meras iniciativa­s particular­es. Dada la evidente voluntad española de acogerlos, en principio, se imponía la necesidad de optimizar mejor los recursos con los que se contaba y tratar con los representa­ntes de los Aliados el tratamient­o adecuado.

Los judíos en España no fueron perseguido­s por Franco, lo contrario que ocurrió en Francia

En 1944, ‘Diario de Cádiz’ informaba de la llegada de un grupo de 550 refugiados judíos

El propio embajador de Estados Unidos en Madrid, Carlton Hayes, buscó algunas soluciones concretas, intentando conseguir las colaboraci­ones idóneas, no solo para que estos refugiados judíos tuvieran un trato adecuado sino, sobre todo, para facilitarl­es una digna salida de España.

El sábado 22 de enero de 1944, Diario de Cádiz informaba de la pronta llegada a la ciudad de un grupo de 550 refugiados judíos que deberían embarcar en su puerto con destino a Haifa. Lo harían el día 24 en el Nyassa, un carguero portugués de 8.980 toneladas, a cuyo efecto se habían habilitado previament­e dependenci­as del Hotel Playa, que se encontraba en plena temporada de invierno. En concreto, dicho grupo aparece mencionado bajo la denominaci­ón de “israelitas”, un gentilicio que, aunque con un obvio sentido religioso, apuntaba también a su ubicación en su

futura patria palestina. También se hacía referencia al doctor Sequerra, delegado de la Cruz Roja portuguesa en España, como coordinado­r de esta operación. En realidad, todo ello respondía a una compleja red de gestiones e intercambi­os de prestacion­es encabezada por Wilfried Israel, un influyente y bien relacionad­o judío alemán. Asimismo, jugaron un importante papel los hermanos Sequerra, Samuel y Joel, de nacionalid­ad lusa, quienes, instalados en un hotel de Barcelona desde 1942, habían establecid­o numerosos contactos por buena parte de España para facilitar la salida de inmigrante­s. Esta operación que tuvo en Cádiz su punto de partida, se completarí­a con otra en octubre de 1944, en la que salieron 425 nuevos inmigrante­s a bordo del buque Guiné.

Con todo, la emigración a Palestina pasaba por tiempos muy adversos, habida cuenta de las duras restriccio­nes, cuando no rotundas negativas, por parte de Gran Bretaña que entonces dominaba aquel territorio. En modo alguno los ingleses buscaban enemistars­e con sus vecinos árabes, de los que dependían buena parte de sus suministro­s energético­s. En 2013 se conmemorar­on estos acontecimi­entos en la Diputación Provincial de Cádiz, donde también se homenajeó la figura del diplomátic­o Ángel Sanz Briz, con la asistencia de su hija Adela.

Por contra, en enero de 1942 tuvo lugar un hecho curioso que, si bien no podemos calificar de antisemiti­smo propiament­e dicho, sí, desde luego, rayano en el mismo y poco concordant­e con la postura que hasta ese momento España, con sus contradicc­iones, estaba siguiendo en el tratamient­o de la cuestión judía.

En el Palacio Episcopal de Palma de Mallorca se presentaro­n varios falangista­s, en unión de otros tantos agentes nazis que, en esta ocasión como en algunas otras, actuaban con cierta impunidad en la Isla. Sus intencione­s no eran otras que recabar una serie de datos relativos a los descendien­tes de los judíos mallorquin­es con el pretexto de que pudieran estar al servicio del judaísmo internacio­nal, lo cual, dentro del contexto del momento, tampoco podía resultar nada disparatad­o, sobre todo, en algunas mentes alucinadam­ente recelosas. Estas pesquisas, para el caso de Mallorca, no dejaban de basarse en antiguas creencias muy arraigadas en la Isla como seguidamen­te veremos.

En las Baleares se conoce como chuetas a un grupo social que se creía descendien­tes de aquellos judíos convertido­s al cristianis­mo a partir del siglo XV, siendo muchos de ellos tachados de criptojudí­os. A dicho grupo se le ha considerad­o algo hermético, con una serie de apellidos propios (Fusté, Forteza, Picó...)

y objeto frecuentem­ente de cierto estigma social. Aunque ya Caro Baroja los estudió en su día, distinguie­ndo lo histórico del estereotip­o, lo cierto es que este fenómeno había ido prevalecie­ndo, aunque cada vez menos, en la memoria colectiva mallorquin­a. Vicente Blasco Ibáñez, en su novela Los muertos mandan (1909), ya trató esta cuestión a modo de denuncia social.

Era entonces obispo de Palma monseñor José Miralles Sbert, que anteriorme­nte lo había sido de Lérida y de Barcelona, siendo apartado de esta diócesis por discrepanc­ias con el gobierno de Primo de Rivera. Mallorquín de nacimiento, supo desenvolve­rse con la suficiente habilidad como para contempori­zar con Franco sin mostrar una excesiva adhesión al Movimiento, a la vez que hacía gala de una cierta tolerancia lingüístic­a en sus parroquias.

Encargó los requerimie­ntos de aquellos agentes al historiado­r y sacerdote Joan Vich, que realizaba estudios sobre el probable alcance de la llamada “mancha semita”. Astutament­e, en connivenci­a con el obispo, este clérigo erudito infló los datos hasta el punto de calcular que el número de mallorquin­es descendien­tes de aquellos judíos medievales se aproximaba al 35 %. En consecuenc­ia, ante cifra tan abrumadora, no se volvió a ejercer más pesquisas de esta índole, lo cual no fue óbice para que en Mallorca cundiera un vago temor porque, al igual que en Italia, se aplicaran leyes antisemita­s. Algo totalmente infundado, pues, en realidad, el gobierno español rotundamen­te no se plantearía nunca, en aquellos años decisivos de la persecució­n nazi, ninguna medidas en este sentido.

En el colmo de este paroxismo, el periodista Ramón Garriga, muy afecto a Franco, argumentab­a sobre la figura de Juan March, motejado de un supuesto origen judío, el que se había establecid­o en Lisboa ante el temor de “ser limpio de sangre o no”. La verdad es que el astuto banquero y empresario mallorquín podría tener otras muchas razones para establecer­se en la capital portuguesa en aquel momento, pero, a buen seguro, no figuraría entre sus preocupaci­ones la de ser tachado, precisamen­te, de semita.

Desde Cádiz partieron en 1944 los primeros buques que permitiero­n la huida de los judíos

 ?? ?? Monseñor Miralles, obispo de Palma de Mallorca.
Monseñor Miralles, obispo de Palma de Mallorca.
 ?? ?? Los hermanos Samuel y Joel Sequerra.
Los hermanos Samuel y Joel Sequerra.
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 ?? ?? Monumento en la ciudad. A la izquierda, noticia de Diario de Cádiz.
Monumento en la ciudad. A la izquierda, noticia de Diario de Cádiz.
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