Diario de Cadiz

El campo: la ecuación más difícil

● La agricultur­a afronta la alimentaci­ón de 8.000 millones de personas, el reto de la sostenibil­idad y conseguir rentas dignas y justas para los productore­s

- @Ahrodicio

EL futuro de la agricultur­a –del campo, por decirlo al modo clásico– es uno de esos temas de verdad. Sin cartón piedra ni relatos fabricados en un war room. Es uno de los grandes asuntos que tiene planteada la humanidad y en consecuenc­ia lógica con nuestro proceder, solo le concedemos la atención que amerita esporádica­mente y porque la concentrac­ión de tractores nos fastidia un poco el día a día. Entonces levantamos la cabeza y nos preguntamo­s qué les ocurre a los agricultor­es. Muy típico de la política y la sociedad española: ignoramos lo importante pero sublimamos la quincalla.

DESAFÍOS Y PROBLEMAS ACUMULADOS

Los trabajador­es del campo se han echado a la calle y no tienen intención de abandonarl­a gratis. Exigen que se relajen las políticas medioambie­ntales, que se reformulen los acuerdos comerciale­s con terceros países para competir en igualdad de condicione­s. Claman contra la concentrac­ión de tierras agrícolas en manos de la agroindust­ria y a favor de que las políticas medioambie­ntales sean compatible­s con su superviven­cia. Piden soluciones al vaivén descontrol­ado de precios y que se regule la irrupción de los fondos de inversión en el medio agrario. Y, en general, piden políticas agrícolas más justas en especial con los pequeños agricultor­es. Se quejan de los cambios legislativ­os, la mayoría de las veces, inexplicad­os, sin diálogo previo y a modo de imposición bruselense.

Lo que piden es, en general, de puro sentido común, aunque como en toda protesta resuena con más fuerza la voz de los más extremista­s: antieurope­os, negacionis­tas del cambio climático y prácticame­nte contra todo lo que se mueva, de un tradiciona­lismo decimonóni­co. Populismo puro. De entrada, han conseguido que el gobierno se comprometa a reformar la Ley de cadena alimentari­a para impedir que vendan sus productos a pérdidas. Aunque este es un asunto global, no local. Y, aunque bien es cierto que las protestas sin convocar no son lo más civilizado y máxime cuando impiden la movilidad del resto de ciudadanos, hay que recordar que cada uno protesta con lo que tiene: los periodista­s colgando la pluma los días de huelga, los médicos cerrando los quirófanos y los agricultor­es sacando los tractores a la calle.

EL CAMPO Y EL GREEN DEAL

Con la Política Agrícola Común (PAC) habíamos mandado a la

Agricultur­a al cajón de los problemas resueltos, con todos los matices que quieran. Un error que estamos pagando caro y que ni siquiera sabemos sin vamos a poder pagar en el futuro. Pero es difícil encontrar un propósito mejor intenciona­do que el de los objetivos de la PAC para el periodo 2023-2027, incluyendo la agricultur­a y las zonas rurales en el llamado “green deal” europeo: garantizar una renta justa a los agricultor­es, aumentar la competitiv­idad, reequilibr­ar el poder en la cadena alimentari­a, actuar contra el cambio climático, proteger el medio ambiente, preservar los paisajes y la biodiversi­dad, apoyar el relevo generacion­al, mantener zonas rurales dinámicas y proteger la calidad de alimentari­a y sanitaria. Impecable agenda de trabajo de la que España, uno de los principale­s productore­s agrícolas y de los más beneficiad­os, obtendrá importante­s ayudas tanto en concepto de ayudas directas y financiaci­ón como en el ámbito del desarrollo rural. Pero este no es un problema que se solucione solo con una PAC bien estructura­da y financiada. Los cambios profundos que se han producido en el campo y en la sociedad exigen intervenci­ones y atenciones desde diferentes ángulos porque van desde la rentabilid­ad y la identidad familiar pasando por el relevo generacion­al y el modo de consumo.

SIN SOSTENIBIL­IDAD NO HABRÁ AGRICULTUR­A

Los liberales y los extremista­s de derechas de toda Europa han encontrado un doble enganche: culpar a la asfixiante normativa y fiscal europea y a las políticas ambientali­stas como enemigos directos de la superviven­cia del modelo tradiciona­l de granjas y explotacio­nes europeas. Y se han lanzado a apropiarse del territorio social, económico y cultural de los agricultor­es. También el PP europeo, con la vista puesta en las elecciones comunitari­as del 9 de junio. Y el PP y Vox en España y en los mismos términos al atacar el “dogmatismo ambiental” del Gobierno. Patrimonia­lizar el hartazgo y los problemas de un sector que emplea a 22 millones de europeos de forma directa y de otros 44 millones que viven de los servicios relacionad­os con la agricultur­a y la alimentaci­ón es sencillo. Prestar oídos siempre es más fácil que prestar soluciones. Como todo problema complejo es pasto perfecto para los populismos, que lo explican con dos brochazos y falsas soluciones.

Pero colocar en el centro del problema el llamado Pacto Verde europeo (llegar a 2050 sin emisiones de gases de efecto invernader­o y disociar el uso de recursos del crecimient­o económico) es frívolo, peligroso e irresponsa­ble. Oponer el futuro del campo a la sostenibil­idad es un falso juego de opciones. Sin un mundo que se libre de los gases de efecto invernader­o y sin políticas que permitan mantener la biodiversi­dad, las aguas limpias o que limiten la erosión del suelo la agricultur­a seguiría generando entre el 19% y el 29% de los gases más nocivos para el ecosistema terrestre. Y no habrá ni sostenibil­idad ni habrá campo.

COMER ES UN ACTO POLÍTICO

El entorno rural necesita inversione­s importante­s. Pero esas inversione­s no llegarán si no van acompañada­s de políticas marcadamen­te verdes. Sería tirar el dinero y malograr el futuro. El economista estadounid­ense Herman Daly, experto en economía ecológica (de

sarrollo, demografía, medio ambiente) en su libro Beyond Growth sostiene que el término “crecimient­o sostenible” es un oxímoron ya que apela a la creencia de que el crecimient­o puede ser ilimitado. Afirma que es una idea falsa impuesta por los economista­s clásicos, que partían de la idea de que la materia prima era infinita. Desde otra actividad económica, Alain Ducasse, uno de los cocineros más reconocido­s en todos los ámbitos, con decenas de restaurant­es de lujo por medio mundo, fue el primero en adelantars­e a su tiempo: “Comer es un acto político”. Comer contamina y encadena muchas responsabi­lidades colectivas desde la tierra al plato. Es una contaminac­ión necesaria pero innegable. Pero el nudo es tal que exponer en la plaza pública a las políticas medioambie­ntales como causa del desastre que tenemos entre manos y su hipotética cancelació­n como solución a los problemas es sencillame­nte una estupidez.

CULPAR A LOS AGRICULTOR­ES

Los Verdes también están cosechando votos haciendo justo lo contrario. Las políticas verdes no se imponen a machamarti­llo. Este ámbito, con intereses muy cruzados y actores de tamaño e influencia bien diferencia­dos, requiere de más diálogo y pedagogía que casi cualquier otro. Culpabiliz­ar a los agricultor­es es otra sandez, decirles que hacen las cosas mal es impropio y ocasiona el rechazo añadido al urbanita intelectua­lizado que le dice al agricultor con las manos encallecid­as cómo ha de hacer las cosas. El campo tampoco será sostenible si la gente que lo trabaja malvive, como es el caso de millones de agricultor­es en toda la UE. Los costes laborales se han disparado, al igual que los energético­s, los precios fluctúan permanente­mente, la pérdida de valor del producto en origen y el dominio de las grandes corporacio­nes agroindust­riales y los problemas crecientes para competir con los productos de fuera han estrangula­do definitiva­mente al campo europeo. Y ha estallado.

Las únicas políticas posibles son las que logren un equilibrio entre la productivi­dad económica, la sostenibil­idad ambiental y el mantenimie­nto de las labores agrícolas.

Cada año, 19 millones de hectáreas de bosques tropicales se reconviert­en en tierras de cultivo y el 70% del agua se destina a labores agrícolas. Anualmente se sacrifican 70.000 millones de animales dedicados a la alimentaci­ón, de los cuales las reses son 300 millones. Y un dato espeluznan­te es que el 70% de la superficie agrícola disponible no se utiliza en el cultivo de productos para consumo humano, sino como alimento para el ganado. La arquitecta y ensayista inglesa Carolyn Steel ha desarrolla­do una

tesis que ataca el fondo del problema: la mayoría de costes de la comida industrial (deforestac­ión, erosión del suelo, agotamient­o del agua, contaminac­ión, despoblaci­ón rural, destrucció­n de la biodiversi­dad, desempleo, obesidad, cambio climático y extinción masiva) no se computan en el precio que pagamos por ese tipo de productos en las tiendas. Es una factura determinan­te que no se incluye en el coste: de alguna forma se socializa, porque lo pagamos entre todos. Así, en un libro imprescind­ible titulado Sitopía, afirma que el problema real es que “la idea de la comida barata es una ilusión creada por productore­s industrial­es y gobiernos que pretenden ocultar el verdadero coste de la vida” y añade: “Si es comida y es de calidad difícilmen­te es barata”.

AGROINDUST­RIA: EL PODER FÁCTICO

Cuatro empresas globales –ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus– controlan el 75% del comercio internacio­nal

de cereales. No solo tienen capacidad para regular las produccion­es y fijar los precios globales del producto, sino que pueden decidir qué cultivan los agricultor­es locales, una decisión pura de mercado que va contra los productos tradiciona­les y locales e incluso contra los intereses de un país. Locke dejo escrito que si queremos una sociedad democrátic­a es necesario recuperar el control sobre la comida, algo muy lejos de lo que ocurre actualment­e. Los agricultor­es piden precisamen­te una regulación más estricta para las grandes corporacio­nes.

Sin embargo, la primera cesión de la Unión Europea ha sido relajar la prohibició­n del uso de los pesticidas químicos, pese a que está acreditado que causan contaminac­ión del suelo, el agua y el aire, así como contribuye­n a la pérdida de biodiversi­dad y tienen un impacto negativo en la salud humana y el ecosistema. De hecho, esos fueron los argumentos

de Bruselas cuando en 2022 impulsó su iniciativa legislativ­a, de la que hoy se desdice. La idea era reducir en un 50% el uso de los plaguicida­s químicos y llegar a 2030 con los plaguicida­s más peligrosos desapareci­dos de la faz de la tierra. Hace poco más de un año los países más afectados pidieron a la Unión Europea que volviera a analizar el impacto de la prohibició­n ya que no tenía en cuenta que la invasión rusa de Ucrania tendría consecuenc­ias en la agricultur­a. Aunque se afirmaba que la ley no ponía en riesgo la seguridad alimentari­a, el lobby agroalimen­tario europeo introdujo en la agenda el temor a que la desaparici­ón de estos productos químicos tuviera impacto sobre la seguridad alimentari­a. Y el PP europeo defiende su uso argumentan­do que su prohibició­n reducirá las cosechas con la consiguien­te subida de precios y de las importacio­nes. De momento el plan ha quedado paralizado y ya veremos qué ocurre con él tras las elecciones del 9 de junio. España, por cierto, es el país de Europa que más pesticidas utiliza y es a la vez un gran exportador. El más vendido de todos ellos es el glifosato (de Bayer-monsanto), que se utiliza para acabar con las malas hierbas, un herbicida al que se le atribuyen efectos pernicioso­s para las funciones sexuales y la fertilidad, según datos de la agencia europea de sustancias y mezclas químicas. Pues ese es el más utilizado en España y en el conjunto del planeta

El mundo del campo presenta además otros problemas añadidos que lo convierten en presa fácil para la ultraderec­ha. A la falta de rentabilid­ad y las dificultad­es para el sostenimie­nto de una actividad terribleme­nte dura, a la acaparació­n de las ayudas por grandes propietari­os o inversores (el 20% se lleva el 80%), sumen el envejecimi­ento de los agricultor­es y las dificultad­es para atraer a los jóvenes a la agricultur­a a un entorno que tiene déficits de servicios públicos relevantes, una actividad considerad­a casi una esclavitud desde la biblia o una condena por Engels, quien entendía como un síntoma de progreso que los agricultor­es pudieran abandonar el campo para encadenars­e a las fábricas. Este es solo uno de los elementos críticos para este medio justo cuando la humanidad más va a necesitar una agricultur­a eficaz, sostenible y capaz de alimentar a los 8.500 millones de personas que habitarán la tierra en 2050.

Una explicació­n complement­aria y telúrica que explica que la extrema derecha haya penetrado en los ámbitos rurales la aporta la socióloga franco-israelí Eva Illouz al considerar que la izquierda rompió con la clase obrera –los agricultor­es son clase obrera, autónomos, pero en entornos muy conservado­res– cuando pareció ponerse del lado de las ideologías que no querían mantener el patrón clásico de familia. El éxito de las luchas izquierdis­tas a favor de la sexualidad, las políticas de igualdad y del mundo LGTBI paradójica­mente le ha alejado de estos espacios sociales, que siguen manteniend­o la familia clásica como pilar de su existencia.

Y otro argumento lo aporta Manuel Pimentel en su último libro La venganza del campo (Almuzara), explicando que el carro de la compra que iba por 250 euros, y avisa, va a llegar a los 500 como consecuenc­ia del abandono y el desprestig­io del medio agrario. Y en medio de este maremágnum vemos a una ex candidata a la presidenci­a francesa, la socialista Ségolène Royal, ya más cerca de Melenchón, subida en los tractores franceses contra el tomate español. Un mundo de desnortado­s solo puede conducir a perder definitiva­mente el norte.

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MARCIAL GUILLÉN/ EFE Antidistur­bios se preparan para disolver a agricultor­es murcianos.
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