Diario de Cadiz

El rastro del 11-M

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LA fecha del 11 de marzo de 2004 está escrita con sangre en la historia de España: 193 muertos y más de dos mil heridos. Hoy hace 20 años que el terrorismo yihadista golpeó con una fuerza brutal en Madrid. La ola de violencia sectaria que se inició en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001 y que tuvo réplicas terribles en París, Niza, Londres o Bruselas registró, en suelo europeo, su atentado más sangriento en el corazón de un país que llevaba cuatro décadas soportando la sangría del terrorismo separatist­a de ETA. No es arriesgado afirmar que la convulsión causada por el 11-M fue de tal magnitud que España nunca volvió ser la misma. Hoy es un hecho aceptado que el Gobierno de José María Aznar retrasó lo más posible que la ciudadanía supiera que la masacre era obra de los islamistas y no de los etarras para defender sus intereses en las elecciones que se celebraban tres días después. Fue una burda maniobra de manipulaci­ón de la opinión pública que terminaría volviéndos­e en su contra. Si desde la muerte del general Franco, en 1975, se podían rastrear, a pesar de frecuentes episodios de tensión, grandes líneas de consenso entre los partidos mayoritari­os de la izquierda y la derecha en defensa de las políticas de Estado, ese clima se rompió para siempre en los hechos que rodearon el 11-M. Sólo en momentos muy puntuales y graves, como la abdicación del rey Juan Carlos en 2014 o la intentona secesionis­ta de 2017, se recuperó un mínimo acuerdo. No han faltado los analistas que, mirando lo ocurrido en estas dos décadas, afirman que el actual clima de polarizaci­ón que bloquea la política española es hija de la que se generó en torno a la gestión de los atentados de Madrid. En aquellos momentos, en lo que lo más importante debían de haber sido las víctimas y lo más urgente la unidad, primaron los intereses de partido y la confrontac­ión política. Esa sigue siendo la triste realidad de hoy.

En unos momentos en lo que lo más importante eran las víctimas y lo más urgente la unidad primaron los intereses de partido y la confrontac­ión política

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