Diario de Cadiz

TELL ME LIES

- ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ @Egmaiquez

ESTOS días me sorprendo tarareándo­me la canción de Luis Eduardo Aute: Tell me lies, de ese disco maravillos­o llamado Aire. Es un clásico, no el disco, que también, sino la actitud. El amante que pide a su amada que, por favor, le cuente alguna mentirijil­la, si es dulce y le hace creer que tiene alguna opción. Recuerdo vagamente que hay canciones más flamencas o raciales que piden lo mismo: la mentira consolador­a.

De lo que no me acuerdo es de haber estado yo en esa tesitura, aunque segurament­e la habré rozado más de una vez. “Ojalá me lo diga y sea verdad” sí que me lo he dicho; pero hasta donde me llega la memoria he preferido que me cuenten la verdad, aunque no resultase ni halagadora ni halagüeña. Creo yo que el instinto humano no quiere que le cuenten bulos o le den babetazos, como decimos en Cádiz. El enamorado que pide mentiras lo que pretende es que la otra se las termine creyendo. Si me puede mentir, pensará el amante, tampoco está tan lejos de quererme algo.

Naturalmen­te lo pienso porque las mentiras de nuestro Gobierno han alcanzado otra dimensión ontológica, más parecida a la de la canción que a la mentira clásica. La mentira de toda la vida pretende engañar o burlar al oyente. No es el caso.

Hay un momento mucho peor en que la mentira no pretende engañar, sino hacer una nuda ostentació­n de poder

Estamos ahítos de la hemeroteca con Pedro Sánchez diciendo exactament­e lo contrario de lo que ahora dice que tampoco será lo que diga mañana. Y detrás de Sánchez el Calimero Bolaños, la animadísim­a María Jesús Montero, el voraz Puente, etc. Mienten, pero no engañan. ¿Entonces para qué mienten?

Porque algo tendrán que decir.

Pero también porque se trata de dejar claro quién manda. Es una exhibición de su poder absoluto. Dicen los teólogos tomistas (esto es, los buenos) que Dios no puede mentir, como no puede hacer nada que sea malo. Eso le está vedado, sin alterar un ápice de su omnipotenc­ia. Pero Sánchez altera el concepto de omnipotenc­ia si hace falta y miente descaradam­ente para decirnos que él no sólo no cree en la separación de poderes, tampoco en la metafísica. El Estado es él y la Ontología.

Pero ¿alguien les aplaudirá las mentiras? Por supuesto, aquellos que valoran sobre todo que uno de los suyos ostente tantísimo poder como para vacilar de este modo a las nociones tradiciona­les (¡carcas!) de verdad, honestidad, palabra dada y coherencia. Aquí no importa quién tenga razón (¡qué antigualla!) sino quién pueda imponer la mentira que conviene. Y vámonos que nos vamos.

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