Diario de Cadiz

PASIÓN DE AMOR Y VIDA

- MONSEÑOR RAFAEL ZORNOZA

ESTAMOS en los días santos en que los cristianos volvemos nuestra mirada hacia el Rostro de Cristo en tantas imágenes y pasos. De alguna manera Dios ocupa nuestras calles, le vemos,

le aclamamos, le suplicamos, nos dolemos de nuestra ingratitud, testimonia­mos nuestro amor por Él. La nave de la Iglesia atraviesa firme la historia en medio de las tempestade­s del mundo porque Cristo lleva el timón y podemos decir llenos de asombro como aquellos israelitas: “¿qué nación hay tan grande que tenga un dios tan cerca de ella como estás Tú en medio de tu pueblo?” Sí, Dios está cerca de nosotros, pero no podemos olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida Jesús revela el rostro del Padre y que ha venido para explicar los secretos de Dios. Pero el conocimien­to que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriz­a por el aspecto fragmentar­io y por el límite de nuestro entendimie­nto. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favorecien­do su comprensió­n coherente. Es lo que pretende la celebració­n de la pasión y la muerte de Jesús. La prueba más difícil para cualquiera es aceptar la dureza del dolor y la muerte. El oro –que vale tanto para nosotrosse refina con el fuego, pero el hombre –que vale mucho más- se purifica con el sufrimient­o. Nadie va al cielo con los ojos secos. Jesús nos enseña a superar el dolor y la muerte con amor. Esta es la clave de la vida: comprender que tenemos una vocación de amor. Vivimos para amar, para entregarno­s del todo superando el egoísmo y el placer, hasta dar la vida voluntaria­mente.

Dios nos dice que nos ama y que, para salvarnos del fracaso de la vida, muere voluntaria­mente por amor. La cruz, por eso, es el mayor consuelo para los enfermos, los moribundos, los oprimidos... Nos repele –¡claro que sí!— porque vemos en ella una condena; pero desde ahora también es el signo del perdón, de la misericord­ia de Dios y la llave del cielo. Con Jesús crucificad­o vence el amor, vence Dios, que es más fuerte que la muerte. Todos tenemos que pasar por dolores y sufrimient­os, y tenemos que morir. Pero quien vive aquí con Jesús y ama con Él, también resucitará con Él. El temor a la muerte ha quedado superado. El crucificad­o no excluye a nadie. Al contrario, abraza a todos, ama a todos, quiere salvar a todos, especialme­nte a los más pecadores, a los más apartados de Dios. Nadie puede temer a un Dios con los brazos abiertos y clavado en una cruz.

El Señor muere por nosotros y, de este modo, nos cambia la vida, porque podemos apropiarno­s –ya desde el bautismo— de la muerte y de la resurrecci­ón de Jesús. Lo que Él ha conseguido es para mi. Por esto es precioso ser cristiano, porque Jesús nos ha “inyectado” ya la vida de Dios, y, ya desde ahora, cualquier prueba, cualquier dolor vivido con amor, son una fuente de perdón para los demás. “Vivimos en nuestro cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo” –decía San Pablo- porque podemos ser redentores del mundo asociados a Él y vencer el mal con el bien. Podemos amar como Él, y, al menos, siempre con Él. Aunque la cruz sigue desconcert­ándonos –es un escándalo—, es la garantía de nuestra salvación. Cristo es el signo de nuestra victoria, el mayor monumento al triunfo sobre la muerte: Él ha matado a la muerte, Él es el vencedor que da la vida.

Los santos lo han comprendid­o bien. San Francisco de Asis, por ejemplo, gritaba desolado: “¡El Amor no es amado!”. También nosotros tenemos que escuchar ese grito en los oficios del Jueves y Viernes Santo y en las impresiona­ntes procesione­s de estos días. Y decirle al Señor: “Gracias por salvarme, gracias por tu victoria. Cuenta, al menos, con mi amor”. Y debemos reconocer también nuestra participac­ión en esta tragedia, que es el mayor drama de la humanidad, porque Él no sólo ha muerto por ti, sino también por tus pecados, a causa de tus infidelida­des. Al adorarle en la cruz podemos rogarle: “Señor, pequé; Ten misericord­ia de mi”.

Dejémonos seducir por la nostalgia de nuestro corazón que echa de menos al Dios querido y olvidado. Volvamos a Él en estos días, pero hagámoslo de verdad, toto corde, de todo corazón, con toda la vida y Él volverá nosotros, hará brillar su Rostro sobre nosotros dándonos la plenitud de la vida, y nos concederá la paz. Esa paz que sólo Él puede dar, fruto de su gloriosa resurrecci­ón. Así lo ha recordado con toda su fuerza el Papa Francisco a los jóvenes: “¡Cristo Vive!”.

Obispo de Cádiz

Jesús nos enseña a superar el dolor y la muerte con amor. Esta es la clave de la vida: comprender que tenemos una vocación de amor

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