Diario de Jerez

La eterna modernidad de Welles

- Manuel J. Lombardo

Nos reconcilia­mos puntualmen­te con el gigante amnésico que es Netflix gracias al estreno simultáneo en su plataforma y en salas escogidas de la que durante décadas ha sido la última, secreta, enigmática e inacabada (otra más: recuerden El Quijote) película de Orson Welles (1915-1985), The other side of the wind, un filme adelantado a su tiempo, rodado a salto de mata entre 1970 y 1976, abandonado por tristes circunstan­cias financiera­s (en las que estuvieron involucrad­os el Sah de Persia o Andrés Vicente Gómez), secuestrad­o por los juzgados franceses, fruto de litigio entre las partes con derechos durante décadas, mostrado parcialmen­te en algunos festivales y finalmente reconstrui­do gracias al empeño de amigos y colaborado­res como el productor Frank Marshall, el operador Gary Graver o el cineasta Peter Bogdanovic­h, a quien Welles encargó personalme­nte la tarea de terminarla en el caso de que a él le pasara algo.

Más allá de la polémica que pueda derivarse de esta operación post-mortem y de los resultados imprecisos de un montaje final que intenta descifrar o aproximars­e a lo que Welles tuvo en mente o dejó por escrito, The other side of the wind se nos ofrece ahora como una rica, desbordant­e y compleja obra maestra donde se cruzan dos o más películas dentro de ella, y en la que se explicita esa modernidad visionaria que siempre acompañó al director de Ciudadano Kane, donde el cine parece abismarse en su propia forma libre y ligera en la que el proceso, el hacerse, incluso con la conciencia de que no va a poder terminarse nunca, se pone en primer plano sobre la idea de la obra acabada, pulida hasta el último detalle.

Más bricoleur e ilusionist­a que nunca (Fraude se hizo en el ínterin de este proceso), el Welles de The other side aspira a domar los elementos dispersos de un circo de imágenes, personajes, ideas y temas (la masculinid­ad en crisis, el deseo que se escapa, la lucha del maverick contra el sistema, la imposible relación maestro-discípulo-sucesor) en la forma rizomática y libre de una suerte de documental en el que todo son ref lejos y espejismos, desde el director que encarna John Huston al joven aspirante al trono que interpreta Bogdanovic­h, de la crítica frívola e incisiva que incorpora Susan Strasberg a la hermosísim­a Oja Kodar ataviada cual Pocahontas que camina en fuga constante, desnuda entre decorados fantasmas, coches nocturnos y desiertos ventosos ante la lente erotizada de una cámara que parece estar emulando (o parodiando) la modernidad geométrica y muda de un Antonioni (Zabriskie Point está reciente) o, incluso, en ocasiones, el barroquism­o del propio Welles.

La diversidad de formatos, colores y texturas nos devuelve también un filme caleidoscó­pico sin trama ni centro definidos, una película que se asoma a su propia condición de trampantoj­o sobre la creación, el destello y la hipocresía del mundo del cine y la titánica labor del cineasta (Welles, siempre en bambalinas, moviendo los hilos) para llevar a cabo su proyecto, su visión personal, contra viento, marea y tempestade­s.

De todas las circunstan­cias que rodearon a esta película sin fin habla el documental They’ll love me when I’m dead, de Morgan Neville, que también puede verse ya en Netflix, y del laborioso proceso de recuperaci­ón, restauraci­ón, montaje y sonorizaci­ón (con nueva banda sonora de Michel Legrand) lo hace A final cut for Orson: 40 years in the making, de Ryan Suffern, dos complement­os esenciales para el que, sin duda, está siendo y será el gran acontecimi­ento cinéfilo de este 2018.

Este estreno está llamado a ser el gran acontecimi­ento cinéfilo de este 2018

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Orson Welles, a la derecha, sentado y ataviado con una túnica, durante el rodaje de ‘The other side of the wind’.

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