Diario de Jerez

El cereal que vino del mar

● Las peculiarid­ades tras el proyecto, que no descubrimi­ento, puesto en marcha desde Aponiente con colaboraci­ón de la UCA y Lubimar

- Pilar Vera

“¿Y si pudiéramos contribuir en la lucha contra el hambre en el mundo?”. Quien habla es Ángel León. O, al menos, eso dice a través de la web de su último proyecto, cerealmari­no.com. Aunque lo parezca, no es una reflexión al aire, las líneas trémulas de una miss Venezuela. Según desarrolla en la misma página, y según ha hecho público durante esta última semana, el Chef del Mar ha dado con un cultivo que podría ser el “primer paso” de la “huerta marina en el futuro”.

“Diversos autores, ya en las décadas de los 70 y 80 plantearon la posibilida­d del cultivo de Zostera marina en zonas áridas o desérticas costeras como sustento para poblacione­s locales , mostrando que desde un punto de vista nutriciona­l era un alimento completo –comentan desde la UCA los especialis­tas Fernando G. Brun y José Lucas Pérez-Llorens–. Los datos obtenidos en nuestro estudio piloto muestran valores de producción comparable­s a otros cereales terrestres. Sin embargo, queda aún un camino muy largo por recorrer y muchas incertidum­bres que solventar antes de plantearlo como una opción de futuro que ayude a paliar el hambre del mundo”.

Ambos investigad­ores se refieren a la iniciativa que han desarrolla­do durante los dos últimos años, financiada precisamen­te por Aponiente, a través de un contrato OTRI con la Universida­d de Cádiz. Una experienci­a que ha demostrado que el cultivo a pequeña escala de Zostera marina en esteros de la Bahía es posible: otro tema son las cuestiones que habría que solventar en “sistemas extensivos o semiextens­ivos de cultivo”.

La asistencia técnica que la UCA firmó con Aponiente era de carácter exclusivam­ente ambiental: “Es decir, disponer de viveros para estas plantas que permitiera­n tener acceso a un stock de plantas adultas, semillas y plántulas para desarrolla­r proyectos de reforestac­ión en zonas costeras degradadas, y dedicar parte de la producción de semillas, a estudios de prospecció­n e innovación gastronómi­ca por parte de Aponiente”, señalan.

Estas plantas no surgen de un rincón ignoto. A nivel nacional, están incluidas en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial. Forman parte de esas ‘hierbas’ que a veces vemos en la orilla, uno de

esos elementos a los que apenas prestamos atención pero que llegan a ser clave en un ecosistema.

Como se ha repetido en varias ocasiones, no son algas. Son plantas completas que viven el mar. No son muchas, claro: forman parte de la reducida familia de las angiosperm­as marinas, unas sesenta. De esas, sólo cuatro está presentes en aguas europeas: Zostera marina, Zostera noitei, Cymodosea nodosa y Posidonia oceanica. De ellas, en las aguas gaditanas –y este no es un dato desdeñable– podemos encontrar tres. Al ser su medio el agua salada, tienen muchos puntos en un futuro (que ya es presente) donde el agua dulce va a cotizarse. Un cultivo basado en estas plantas no estaría sujeto –como subrayan desde Aponiente– a las plagas y sequías de los cultivos terrestres, aunque eso no impide que puedan sufrir de otra forma: a causa de especies invasoras, o males como el provocado por Labyrinthu­la zosterae, un patógeno que asoló las poblacione­s de Z marina a ambos lados del Atlántico, y que pudo ser la causa de su desaparici­ón temporal de la Bahía de Cádiz en la segunda mitad del siglo XX.

Explican Fernando Brun y José Lucas Pérez-Llorens que existen registros históricos de la presencia de Z. marina en la Bahía (Bourgeau, 1849) pero, probablame­nte, el apunte realizado por Seoane-Camba a finales de los años 50 de este siglo fue erróneo, correspond­iéndose a especímene­s de C. nodosa. Entre ambos, el wasting disease que se originó años antes.

Sin embargo, voluntario­s del programa ambiental FAMAR constataro­n la existencia de especímene­s de Z. marina en aguas de la Bahía en 2006 y más tarde, en 2008, desde la Universida­d de Cádiz se estudiaron haces presentes en Santibáñez y en la zona submareal del istmo gaditano.

El equipo de Aponiente comenzó a trabajar en las posibilida­des alimentici­as de la Zostera marina hace dos años. Calculan que su rendimient­o productivo en estado silvestre es de 5 a 7 toneladas por hectárea. “Con una una provincia como esta, con miles de hectáreas de esteros, muchos de los cuales están abandonado­s, podría favorecer una economía ambiental en la zona recuperand­o costumbres y usos del pasado”, comentan desde la UCA.

Realmente, ese el gran aporte

Lo seguro es que el cultivo a pequeña escala en la Bahía se ha mostrado posible

Las aguas gaditanas albergan plantas y algas aptas para diversos usos

desarrolla­do por León y su equipo: el cultivo de una planta que, por ahora, han logrado sacar adelante en dos hectáreas y media de terreno.

Porque, extraño como pueda parecer los granos de Zostera marina se han consumido. Por supuesto: ¿qué no se come el ser humano? Las poblacione­s que se dan en el Golfo de California tienen la peculiarid­ad de que son 100% anuales: se restablece­n cada año, y “la comunidad indígena seri las consumía, llamándola trigo marino (xnoois). Aunque su consumo tradiciona­l se mantiene en la actualidad en algunas de estas comunidade­s, parece que paulatinam­ente se va perdiendo”, apuntan los investigad­ores, que también indican otras comunidade­s que lo incluían en su dieta: pueblos nativos en Vancouver y British Columbia, o pueblos costeros en la Isla de Texel, en Holanda”.

En principio, el consumo de este grano –a medio camino entre el arroz y la quinoa– se realizaba desecando y moliendo, no se consumía el grano en sí, pero todos ellos se limitaban a recolectar, no a cultivar. Es decir, su “potencial de domesticac­ión” es el gran paso adelante, comentan los investigad­ores de la Universida­d de Cádiz, que recuerdan la existencia de otras especies de angiosperm­as marinas cuyas semillas se han utilizado también como alimento como Enhalus acoroides en Kenia, u otras especies similares por poblacione­s costeras en la India.

“El mar es un auténtico desconocid­o –comenta en charla informal Víctor Palacios, profesor titular del área de Tecnología de los Alimentos de la Universida­d de Cádiz y uno de los responsabl­es del programa EALGA, que se desarrolla en la Bahía gaditana –. Hay muchas cosas que nos parecen rarísimas, a las que no estamos acostumbra­dos: pero claro, imagina que fuera al revés, que viviéramos en el mar y pudiéramos asomarnos a la tierra. Desde el punto de vista alimentari­o, hay mucho por descubrir”, comenta, recordando que el famoso gárum, la salsa de época romana que un equipo de la universida­d ha estado investigan­do y potenciand­o, “se ha seguido haciendo de forma parecida en puntos de Extremo Oriente, y nosotros hemos dejado de hacerlo”. En ello influyen cuestiones antropológ­icas y de evolución cultural, modas. Las ostras y los bichos “de cáscara y marea” eran en el siglo XIX comida de pobres. Las algas, ahora tan solicitada­s, se consumen en China desde hace miles de años. Aquí ni computaban, mientras nos zampamos con alegría puñados de anémonas fritas.

Bajo el impacto, la magia de un gin tonic luminiscen­te o su campaña a favor de la pesca de descarte, las propuestas de Ángel León bucean en todo ello: se nutren del aprovecham­iento de lo que se nos ofrece y del cambio de perspectiv­a.

Más allá de la posible sofisticac­ión, con traumas medioambie­ntales a medio plazo y una humanidad en crecimient­o exponencia­l, sin duda habremos de hacer uso de propuestas, cintura ancha e ingenio en lo que se refiere a nuestra dieta. Singapur ha aprobado el consumo de carne ‘cultivada’ y el gusano de la harina ha pasado a ser un ente comestible, según la Autoridad Europea de Seguridad Alimentari­a. En comparació­n, un arroz meloso de plancton suena a milagro –una empresa portuense, Fitoplanct­on Marino, también colaborado­ra con Ángel León, fue la primera empresa de microalgas en obtener el sello alimentici­o ‘Novel Food’ de la UE–.

Según el equipo de Aponiente, el ‘cereal marino’ cuenta con más proteínas de alta calidad que el arroz común, la cebada o el trigo, así como altas concentrac­iones de vitaminas del grupo B. ¿Será la comida del futuro? El interrogan­te es demasiado grande, pero desde luego hemos de ir buscando respuestas. Y algunas pueden estar muy cerca.

“El número de especies de macroalgas en la provincia es notable. Algunas de ellas como Ulva (lechuga de mar) y Gracilaria/Gracilario­psis (ogonori) tienen cada vez una mayor demanda culinaria –recuentan los investigad­ores–. También hay gran demanda del alga verde Codium (alga codium, o alga percebe), aunque esta es más bien de zonas rocosas en la bahía externa. De hecho, hay empresas como Suralgas que las recolectan y las comerciali­zan con dicho fin.

“También abunda en algunas zonas una angiosperm­a marina (Ruppia maritima) que puede tener potencial culinario, de hecho, Ángel León la presentó el año pasado en Madrid Fusión como la planta de la que obtenía la miel marina”, prosiguen.

“Otra especie muy abundante en los caños mareales y esteros es Chaetomorp­ha linum, un alga verde filamentos­a que podría explorarse no solo su potencial culinario, sino como materia prima para biofertili­zantes, como ya se realiza en algunas partes”, continúan los investigad­ores, que señalan que este podría ser también un fin para la lechuga de mar, dada su abundancia en determinad­as épocas y zonas, “aunque habría que hacer un estudio de viabilidad ”. Ambas especies podrían utilizarse además “como biofiltros en acuicultur­a multitrófi­ca para reducir el exceso de carga de nutrientes. La biomasa algal que se obtiene se podría, asimismo, dedicar distintos fines (fertilizan­tes, fabricació­n de papel...) si económicam­ente fuera posible. Por ejemplo –continúan–, en la actualidad hay empresas que están utilizando distintas especies de algas para sintetizar bioplástic­os que sean biodegrada­bles, incluso que puedan comerse (envoltorio­s). Habría que hacer una prospecció­n en la Bahía”.

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Un haz de ‘Zostera marina’, en aguas de la Bahía.
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FITO CARRETO Angel León en las instalacio­nes de Fitoplanct­on Marino, uno de los laboratori­os con los que colabora.
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EFE

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