Diario de Jerez

SUPERVIVEN­CIA EDUCATIVA

- JOSÉ MARÍA PÉREZ JIMÉNEZ

LA denominada ley Celaá no es una ley ambiciosa, de hecho no tiene identidad propia puesto que, en sus aspectos esenciales, retoma la del 2006 modificand­o 77 de los 157 artículos de la misma. Recupera con pequeñas modificaci­ones elementos estructura­les del Sistema, formula la equidad como principio vertebrado­r, incide en la enseñanza basada en las competenci­as, como se viene proponiend­o desde hace dos décadas, mantiene las áreas y materias disciplina­res, recupera el equilibrio relativo entre la lengua castellana oficial en todo el Estado y las lenguas cooficiale­s, suprimiend­o el concepto vehicular. En definitiva, la nueva ley no modifica en profundida­d los elementos nucleares del sistema educativo.

Ahora bien, el legislador aprovecha para introducir algunos cambios que dependiend­o de su desarrollo pueden tener cierta relevancia: actualiza los fundamento­s con la Convención de derechos del niño, la Agenda 2030, y la transición ecológica; propone un Plan a desarrolla­r en ocho años para mejorar los centros y la oferta de plazas en el ciclo 0-3 años; en un año, pretende regular las bases de una carrera docente; diez años para mejorar la escolariza­ción del alumnado con necesidade­s educativas especiales; y, lo fundamenta­l para todo lo demás, dos años para el incremento del gasto público en educación, hasta llegar a un 5%. En cuanto a la elección de centro, aspecto clave para las críticas vertidas, se mantiene el principio de libertad, pero armonizado con el de igualdad, fija la proximidad al centro como criterio fundamenta­l, las mismas áreas para centros públicos y concertado­s, y una serie de medidas para evitar la segregació­n del alumnado por razón de su condición sociocultu­ral, así como para garantizar la gratuidad de la enseñanza. Para estas últimas, deben considerar­se la creciente desigualda­d vigente en el sistema educativo, así como las perspectiv­as de la escolariza­ción dada la creciente bajada de natalidad de la población, lo que supone una amenaza para el mantenimie­nto de unidades en centros públicos y concertado­s, con la consiguien­te tensión entre los mismos.

En definitiva, la nueva ley de educación no es tal, sino una revisión y actualizac­ión de la del 2006, derogando la aprobada en 2013 que, desde mi punto de vista, ha sido uno de los motivos fundamenta­les para esta promulgaci­ón. Lo que explicaría que se haya llevado a cabo en un momento de especial complejida­d para afrontar el cambio que nuestro país necesita, teniendo en cuenta que las urgencias de la población son sanitarias y que el sistema educativo está en estado de superviven­cia.

La contracció­n que estamos viviendo como consecuenc­ia de la pandemia llega justo en un periodo histórico de cambio cultural unido a la efervescen­cia de una tecnología revolucion­aria. En este orden de cosas, el Gobierno español ha conseguido la aprobación de una ley educativa que ha recibido furibundas críticas de la oposición política y de las institucio­nes propietari­as de los centros privados. La oportunida­d del momento para la promulgaci­ón de una nueva regulación educativa podría haber sido, desde mi punto de vista, un potente argumento para la crítica. Sin embargo, los motivos son los que históricam­ente, desde el siglo XIX, viene esgrimiend­o la denominada, por algunos autores, facción clerical conservado­ra cuando percibe la mínima amenaza a sus derechos adquiridos, a lo que se une el rechazo por parte de élites económicas a la igualdad real en el ejercicio del derecho a la educación amparándos­e, de forma perversa, en una supuesta libertad; y, uno más reciente, la defensa de la lengua castellana, por cierto, innecesari­a ya que esta se defiende sola por la vía de los hechos y los datos, pero que se utiliza para poner de manifiesto, una vez más, las tensiones nacionalis­tas estatales y regionales. Estas críticas tapan el necesario debate social sobre los elementos esenciales y realmente importante­s de la educación en España.

Por tanto, ésta no es la ley que necesita el sistema educativo ante los profundos cambios sociales, culturales y económicos que se están produciend­o y que se agudizarán tras la pandemia, porque se produce en un momento inoportuno, ya que ahora prima la superviven­cia de las personas y las institucio­nes, entre las que se encuentra la escuela y, por último, porque es imprescind­ible que, previament­e, como sociedad lleguemos a unos mínimos acuerdos sobre qué modelo educativo es necesario para garantizar el constituci­onal derecho a la educación de todos los ciudadanos.

La ley Celaá no es la que necesita el sistema educativo ante los profundos cambios sociales, culturales y económicos que se están produciend­o

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