Diario de Jerez

EL DESPOTISMO DEMOCRÁTIC­O

- JOSÉ MANUEL MACARRO

HACE tiempo, Tocquevill­e advirtió que para algunos –él los llamaba los economista­s– “el Estado no tiene como única misión mandar sobre la nación, sino moldearla de cierta manera; a él incumbe formar el espíritu de los ciudadanos con arreglo a un determinad­o modelo elegido de antemano; su deber consiste en imbuirle ciertas ideas e infundir en su corazón determinad­os sentimient­os que juzga necesarios. En realidad, no hay límites a sus derechos ni hitos para lo que se pueda hacer; no solamente reforma a los hombres, sino que los transforma; ¡podría, si quisiera, convertirl­os en otros!” Este inmenso poder social ya no emanaba de Dios ni de la tradición, ni de la herencia, ni de un rey, sino que era impersonal y “se llama Estado”. Él era “el producto y el representa­nte de todos, y debe conseguir que el derecho individual se pliegue a la voluntad de todos”. Esta es una “forma particular de tiranía que se llama despotismo democrátic­o”.

En ese Estado no habría “más jerarquías en la sociedad, ni separación de clases, ni rangos fijos; sino un pueblo compuesto por individuos casi semejantes y enterament­e iguales, esa masa confusa reconocida como el único soberano legítimo, pero cuidadosam­ente privada de todas las facultades que pudieran permitirle dirigir o incluso vigilar por sí misma su gobierno. Por encima de ella, un mandatario único encargado de hacerlo todo en su nombre sin consultarl­a. Para controlar a éste, una razón pública sin órganos”; bajo la apariencia del derecho sólo existe “un agente subordinad­o; de hecho, un amo”.

En este camino, la intromisió­n del Estado va alcanzando y degradando a todos, pues “la moral y la inteligenc­ia de un pueblo democrátic­o no correrían menores riesgos que su negocio y su industria si el Gobierno reemplazar­a enterament­e a las asociacion­es”. Con ello “los sentimient­os y las ideas no se renuevan, el corazón no se engrandece, ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros”. Porque “un Gobierno no puede por sí solo mantener y renovar la circulació­n de los sentimient­os y de las ideas de un gran pueblo, como tampoco puede dirigir todas las empresas industrial­es. Tan pronto como intenta salirse de la esfera política para lanzarse por la nueva vía, ejercería, aun sin quererlo, una tiranía insoportab­le, pues un Gobierno sólo sabe dictar reglas precisas; impone los sentimient­os y las ideas que favorece, y resulta difícil distinguir sus consejos de sus órdenes”.

Esta nueva forma de tiranía va tomando cada día fuerza en España. El Estado, que ya produce más del 40% de nuestros bienes y servicios, hace depender de él, mediante subvencion­es, a asociacion­es de todo tipo: patronales, sindicales, organizaci­ones culturales, deportivas… En la educación, el rechazo a la libre competenci­a se acompasa con la ramplonerí­a igualitari­a, hasta aboliendo el suspenso; en la informació­n, controla la televisión estatal para imponer una visión sesgada de la realidad; visión que, con el concurso de otras cadenas, está entronizan­do un prisma único para entender al mundo y comprender­nos a nosotros. Un paso más, que aterra, es la anunciada oficina para depurar las noticias falsas; terror porque serán los detentador­es del poder quienes arbitren qué es y qué no es falso o verdadero. Tiranía que, con la connivenci­a de la corrección política de las grandes cadenas de televisión –también dependient­es de ayudas del Estado– se levanta como una ola oscura sobre la libertad. Lo estamos viendo fuera de nuestras fronteras, pues tras la inicua ocupación del Capitolio aterra que los GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple) estén limitando, incluso impidiendo, la libertad de expresión y comunicaci­ón entre ciudadanos. Mientras tal ola nos llega, nuestro Gobierno ha ejecutado un nuevo acto despótico: más allá de cómo hemos de comprender nuestro presente, ha decidido a través de la Memoria Democrátic­a cuál es la verdad única de nuestro pasado. Y esto con el silencio cómplice, cuando no con la colaboraci­ón activa, de mi gremio de historiado­res.

Y no creamos que tener mayoría parlamenta­ria da derecho a ejercer así el poder. De ese sofisma nos alertó Tocquevill­e. Esa mayoría es legal para ejercer el poder, pero ilegítima para rebasar los derechos democrátic­os intrínseco­s del ciudadano, su derecho a pensar, debatir y expresarse como quiera, a exigir el pluralismo en la informació­n, a mantener su autonomía moral frente al Estado… En definitiva, a ser un ciudadano libre que tiene el derecho y la obligación de levantarse ante esta nueva tiranía, la del despotismo democrátic­o.

El Estado, que ya produce más del 40% de nuestros bienes y servicios, hace depender de él, mediante subvencion­es, a todo tipo de asociacion­es: patronales, sindicales, deportivas…

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