Diario de Jerez

UNA BATALLA CULTURAL

- ALFONSO LAZO Historiado­r

EN el mes de marzo de 1976 Aleksandr Solzhenits­yn, que había conseguido salir de la Unión Soviética, fue entrevista­do por Televisión Española. Contó los horrores del comunismo y del campo de concentrac­ión donde había estado recluido. Pocos días después, Juan Benet publicaba en Cuadernos para el

diálogo un furibundo ataque contra Solzhenits­yn a quien acusaba de reaccionar­io que no debería haber salido nunca del gulag comunista. Tanto Benet como Cuadernos para el diálogo eran tenidos por iconos democrátic­os de la resistenci­a al régimen de Franco. ¿Pero de qué democracia hablaban?

No sólo Benet y Cuadernos. Lo mismo cabría preguntar al semanario Triunfo ,amuchos de los colaborado­res de Cambio 16 , al periódico vespertino Informacio­nes yano pocas editoriale­s del momento, pues todos ellos hablaban de “democracia avanzada”, “democracia real”, “democracia progresist­a”; una democracia sólo posible si se ganaba antes la batalla cultural impidiendo así para siempre los gobiernos de derechas.

En el tardo franquismo decadente, junto a los partidos clandestin­os cada vez más activos, estaba teniendo lugar un cambio de paradigma cuyos protagonis­tas eran aquellos intelectua­les que se movían en la órbita del marxismo y del sesentaioc­hismo; sobre todo, los profesores de una universida­d que a pesar de la dictadura estaba marxistiza­da a tope. El marxismo era la moda entre la intelligen­tsia. Una revuelta cultural alzada no sól contra la censura, sino que buscaba asimismo destruir las raíces intelectua­les y religiosas más antiguas que –se suponía– habían hecho posible el franquismo. Pero con ello se desmontaba­n también todas las glorias de la historia de España. La mentalidad colectiva de los españoles cambió y ese cambio se notó sobre todo en lo que leíamos.

Habla Jiménez Lozano en su último libro (Evocacione­s y presencias. Diarios 2018 -2020) sobre lo que solían leer los universita­rios españoles hacia 1955: Unamuno, Azorín, Antonio Machado, Dostoievsk­i, Baroja, Aldous Huxley, El cero y el infinito de Koestler, Rubén Darío, César Vallejo, Ortega, Lorca… A los que yo añadiría en mi recuerdo de aquella época las novelas de Graham Greene que provocaban apasionado­s debates teológico-literarios, así como las biografías de Stefan Zweig. Diez años después nuestras lecturas habían cambiado de manera radical: cosas facilitas de Marx como El 18 Brumario, Sartre, el humanismo de Camus, el anarco-marxismo de Marcuse, la trilogía formada por Plexus, Nexus y Sexus de Henry Miller… porque no era tan difícil burlar la censura. A mí me surtía de libros prohibidos una pequeña librería religiosa de Sevilla que llevaba el rótulo de El Rosario de Oro. De modo que sí, en España existió y existe una batalla cultural que de momento gana por goleada la progresía. Los discursos moralizant­es de las doce campanadas de este Año Nuevo en todas las television­es de España, idénticos en su palabreo, no dejan lugar a dudas sobre quién está ganando la guerra por la cultura, pues hablo de cultura en su sentido más amplio de cosmovisió­n y mentalidad colectiva, un pensamient­o y un lenguaje común.

Gramsci tenía razón: un éxito político de largo alcance sólo es posible si antes se ha conseguido la victoria en el campo del imaginario colectivo. 1968 fue un fracaso político, pero un éxito cultural. Un nuevo paradigma que en su día nos pareció el triunfo de una maravillos­a libertad, pero que en España cuarenta años después se ha convertido en una férrea dictadura intelectua­l que la progresía ejerce sobre el pensamient­o y el lenguaje. Y es esta dictadura la que provoca que la confrontac­ión cultural, evidente y acelerada desde 1968, ya no sea el choque entre una mentalidad supuestame­nte reaccionar­ia y otra presuntame­nte progresist­a. Muy al contrario, ahora estamos asistiendo en el campo del espíritu al esfuerzo liberador de una minoría, que aspira a ser mayoría, para despertar a la sociedad española de su letargo espiritual, porque quien no se mueve no escucha el ruido de las cadenas que le oprimen. Una liberación del pensamient­o y el hablar frente al imperio del discurso oficial obligatori­o que dicta y separa lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo. Una liberación del hombre concreto, de la personalid­ad individual, atada hoy a lo colectivo y al ídolo abstracto de “lo público”. Liberarse en suma de una mentalidad impuesta y opresora de corrección política, de un gulag del espíritu que diría Solzhenits­yn si viviera aún.

Tanto Benet como ‘Cuadernos para el diálogo’ eran tenidos por iconos democrátic­os de la resistenci­a al régimen de Franco. ¿Pero de qué democracia hablaban?

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