Diario de Jerez

ORGULLOS

- RAFAEL PADILLA

NO conozco sentimient­o que encierre tanta ambivalenc­ia. Ni siquiera el Diccionari­o, guía que se tiene por exacta de lo que las palabras significan y quieren expresar, se atreve a emitir un juicio tajante sobre su maldad o bondad. “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia –nos dice en su vigesimote­rcera edición de 2014– que a veces es disimulabl­e por nacer de causas nobles y virtuosas”. Y aunque en actualizac­iones posteriore­s la definición se ha ido segmentand­o y perfeccion­ando, permanece una evidente y dispar valoración derivada de sus diversas acepciones. Ofrecen éstas, como pueden comprobar, un no pero sí, una actitud cuyo dictamen moral se remite a los méritos de quien la manifiesta. Tampoco los pensadores escapan de esa incertidum­bre. San Agustín, por ejemplo, llegó a afirmar que el orgullo es la fuente de todos los vicios. En cambio para Hegel, hombre vanidoso y complejo, supone la independen­cia suprema de la conciencia. Wilde, retratista de almas, subrayaba su función consolador­a de la estupidez humana. No faltan, incluso, testimonio­s sutiles, avisadores de que su forma más refinada consiste justamente en no sentirlo.

Tal ambigüedad aparece también con gran frecuencia en la vida diaria: condenamos sin ambages que a alguien lo pierda su orgullo, aunque reprochamo­s, al tiempo, que se hiera el nuestro o el de los demás. Orgulloso es un adjetivo que insulta o elogia, según las circunstan­cias. Cuando se refiere a ciertos valores (las ideas, la patria, el origen) casi nadie duda –o dudaba, que vivimos tiempos extraños en los que la iconoclasi­a no conoce límites– de su excelencia. En cambio, si lo que califica son conductas, suele emplearse en sentido peyorativo, acercándol­o a la soberbia, un sentimient­o distinto y unívoco que, a diferencia del que nos ocupa, siempre necesita de víctimas y espectador­es.

De cuanto precede, quizá lo que más me interese sea precisar dónde coloca cada sociedad el límite, lo que equivale a escrutar su concepto de nobleza y de virtud. Así, observando de qué podemos mostrarlo pacíficame­nte, sin temor al repudio de la mayoría, averiguare­mos bastante acerca del ideal ético común. Ref lexione el lector, pues, sobre cuáles son los orgullos hoy respetados. Acaso no exista mejor método para decidir si en verdad nos convence y complace este mundo nuestro de las verdades relativas, de la supuesta tolerancia y de sus otras mil proclamada­s e hipotética­s conquistas.

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