Diario de Jerez

Cuando Julio encontró a Isabel

- Francisco A. Gallardo

Para disgusto de la madre del novio, Charo de la Cueva, el entonces cantante de moda, el eurovisivo Julio Iglesias (no quedó tan bien como aparenta ese cuarto puesto empatado con otros), rompía su dorada soltería para desposarse con una desconocid­a y tímida asiática, Isabel Preysler. Una chica modosa y, al parecer por las fotos como podían apreciar los lectores, de cáscara frágil, sin mucho que aportar. Ya sabría Julio el poder del atractivo de su joven esposa.

La estrella musical de aire desgarbado estaba destinado a emparentar con alguna niña de la alta sociedad, preferible­mente madrileña, por consejo y deseo de la madre, pero Iglesias se prendó de la chica exótica a la que le tiró los tejos en una fiesta de los Terry, la bodega portuense que levantaba el ánimo a base de brandy.

Isabel partió de cero desde su portada nupcial y de hecho en sus primeros años de madre muy madre de sus hijos nadie hubiera aventurado que estaba llamada a ser la señora de las exclusivas y duquesa del posado sublime. Llegó a tener un título nobiliario de los de verdad, marquesa consorte de Griñón, pero a partir de su segundo matrimonio el público intuyó que había sofisticac­ión en esa señora de pelo liso y siluetas afectadas. El sueño español de una joven filipina que dejó plantado a su marido millonario, que llegaba a evocarla con jadeos cantarines desde Miami, y que sólo tendría tres parejas más. Sonadas. Llegó a tener un halo de dama casquivana que nunca realmente fue. Del marqués

pasó al ministro y ahí se entendió que estábamos hablando de un personaje mediático sin comparació­n. Con Miguel Boyer, que parecía una interesada relación que duraría lo que dura una subida del Down Jones, quedó asentada su corona de papel de charol. Tres escalones suficiente­s para pasar de ser “la China” (qué racista era aquel apodo despectivo) a “Isabel Preysler”, aunque hubo varias generacion­es que se peleaban en la pronunciac­ión del apellido.

Fue Carmen MartínezBo­rdiú, la nietísima, la que le explicó los secretos para manejarse en el mundo del faranduleo y el corazón. Y algún maledicent­e aseguraba que fueron muchos más

secretos. La alumna aventajada superó con creces a la descendien­te del dictador.

La confirmaci­ón de que Isabel, tan católica, estaba hecha de otra pasta fue tras la muerte de Miguel Boyer. Paciente junto a su marido enfermo, desde el luto de un segudo plano temporal, hace cinco años que realmente impresionó a propios y ajenos cumpliendo con el enamoramie­nto pendiente de Mario Vargas Llosa. Y ahora, un Nobel. Nada más que decir, su señoría. No hay nadie en la órbita cardíaca como aquella joven embarazada que se casó hace 50 años en otra ‘filomenal’ ola de frío, en páramos toledanos, con un tipo que canturreab­a lo de “la vida sigue igual”.

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Portada de ‘¡Hola!’ con el enlace. HOLA

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