Diario de Jerez

CINCO AMIGOS Y UNA DAMA

- LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ

HAY personas que no pueden ser negacionis­tas. Son aquellas a las que la medicina les sacó de un aprieto alguna vez en su vida, las que sin la ciencia hoy estarían criando malvas o atrapados en uno de esos brillantes que ahora se fabrican con cenizas mortuorias, los que llevan las jacarandos­as viudas colgados en la pechera y le dan al finado una segunda y dulce vida. Ellos, los supervivie­ntes de sí mismo, le deben a la ciencia un cierto agradecimi­ento y lealtad, como el organista de El Gatopardo, pobre e hidalgo, incapaz de apuntarse al ventajoso carro de la revolución liberal –en la que tanto tenía que rascar– por agradecimi­ento a la madre del príncipe de Salinas.

Cuando vemos unas de esas imágenes de las manifestac­iones negacionis­tas nos alegramos por ellos, porque sabemos que nunca se han tenido que enfrentar a la angustia de una larga noche en la UCI, ni han tenido que jugar al ajedrez con la Parca, la pálida dama. La salud, como la infancia, siempre lleva la marca de la felicidad y la ingenuidad. Ya lo escribió Luis Rosales (citamos de memoria): “Los hombres que no han sufrido son como iglesias sin bendecir”. La enfermedad te hace sabihondo y quisquillo­so. También preguntón y racionalis­ta. No pueden venir Bunbury o Bosé a cantarte milongas.

En nuestros años de estudiante, cuando vivíamos de noche, oímos en un programa de radio nocturno el testimonio de un enfermo de sida: “Éramos un grupo de cinco amigos y todo nos infectamos. El único que sigue vivo soy yo, porque seguí el tratamient­o de los médicos convencion­ales. El resto optó por terapias naturistas y homeopátic­as. Hoy están todos muertos”. Lo decía con evidente amargura, un poco sonado, como si él mismo hubiese regresado de ultratumba para darnos ese último testimonio.

El esnobismo intelectua­l puede salir muy caro. Lo recordamos hoy cuando la tercera ola nos tiene a todos cercados, cuando es raro el día en que no nos enteramos de que un amigo, un familiar, un vecino ha dado positivo o ha tenido que ingresar en el hospital o ha muerto en un extraño mundo donde todos van vestidos de astronauta­s, sin el consuelo de los familiares y ritos que dan fuerzas para el largo viaje. Ser negacionis­ta hoy no es solo una necedad, sino un crimen, como el que cometieron aquellos hechiceros y vendedores de crecepelo que llevaron a la tumba al grupo de amigos que estaban en la f lor de la vida y del que supimos por una voz lejana y profética hace ya muchos años, una madrugada en la que la vida parecía eterna.

Ser negacionis­ta hoy no es solo una necedad, sino un crimen, como el que se cometió con aquel grupo de jóvenes

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