Diario de Jerez

Un fuego fatuo

● Tres décadas después, Athenaica recupera la ‘Venecia de Casanova’ de Félix de Azúa, obra que mantiene una mordaz y brillante actualidad

- Manuel Gregorio González

Venecia es una larga curiosidad occidental, cuyo motivo de predilecci­ón, sin embargo, ha variado mucho con los siglos. Del ideal político renacentis­ta y barroco se llegará a la teatral carnalidad del XVIII; y de ahí, como sabemos, a la figuración estética de su ruina, glosada tenazmente por su candoroso ángel protector, John Ruskin. También está, lógicament­e, la gran Venecia medieval, que celebraba su milenario en 1421, y cuya estrechísi­ma relación con Bizancio ha estudiado Ravegnani. A este deslizamie­nto de Venecia, a esta varia significac­ión de su importanci­a, que hoy podríamos resumir en las réplicas que de la ciudad existen por todo el globo, es a lo que Burke llamó “el lugar de Venecia en la imaginació­n europea”. Un lugar y una imaginació­n que hoy deben extenderse a todo el orbe, pero cuya existencia física, como realidad vital, acaso esté conociendo sus últimos –dejémoslo en penúltimos– momentos. ¿En qué lugar del imaginario europeo, en qué Venecia ha querido situarnos este ensayo, felizmente reeditado, tras treinta años, de Félix de Azúa? Desde el título sabemos que en la Venecia de Casanova . Lo cual implica una Venecia en trance de disipación. Pero también una Venecia, fijada en innumerabl­es vedute, anterior a la ciudad espectral que el XIX amasará con sus restos.

En este preciso y menos visitado clima es donde Azúa sitúa su mirada, y con ella, la nuestra. Vale decir, en el momento en que Venecia se transforma en una obra mayor de la caducidad, el erotismo, el juego, la frivolidad y el crimen. Y ello, al modo escenográf­ico en que parece ofrecerse el XVIII todo. ¿Por qué ha escogido Azúa este pliegue histórico, de vertiginos­a actividad autodestru­ctiva? Quizá porque le permite explicar, tanto los antiguos réditos y astucias que convirtier­on a Venecia en una orgullosa república, cuyo ocaso comienza con la caída de Constantin­opla y la apertura de nuevas rutas comerciale­s, que ya no necesitaba­n de la flota del Véneto, como la Venecia contemporá­nea, transforma­da en un afiche estético, vagamente oriental, a cuyo través los viajeros adinerados de la city podían sospechar la presencia de lo espectral y lo inefable. Todo lo cual pasaba, en primer término, por la decidida consución de los capitales heredados, que se ofrecerán en holocausto en los casinos (las memorias de Casanova recogen con suficienci­a aquella poética mecánica del azar); pero pasaba, principalm­ente, por el Sire, que es quien baraja, destruye y reformula Europa, sin exceptuar a Venecia, reduciéndo­la a una pequeña anomalía, humillada hasta la extenuació­n y susceptibl­e de trueque entre potencias.

En ese largo y accidentad­o trance es donde vemos florecer –y perecer– una forma política, antaño admirada, pero cuya complejida­d, sin el flujo del comercio que le dio vida, carece de sentido. Es, pues, la muerte de una casta muy particular, formada no sobre el dominio de la tierra, sino en la insegurida­d del negocio, la que Azúa glosa en estas admirables páginas. Páginas cuya eficacia reside en un excelente sentido del humor, puesto en servicio de una ácida reconvenci­ón de los lugares comunes que el XIX, de Rousseau, Byron y Chateaubri­and en adelante, aplicará a una ciudad que, como la fortuna de sus patricios, vino sustentado en una fragilidad suprema. Esto implica que la mordacidad de Azúa va dirigida, con frecuencia, no tanto a los fracasos políticos y la mendacidad económica de los venecianos, cuanto a la considerac­ión estética que se enseñorear­á de la ciudad (“this pestilent art of the Renaissanc­e”, escribe Ruskin, teniendo acaso a la vista San Giorgio Maggiorre), y que es, en buena medida, la horma lírica que vivaquea al fondo del XIX, el XX y el XXI más tierno, celérico y abotargado.

Sobre este fondo de ruina, trepidació­n y oprobio, Azúa destaca esa república del libertinaj­e diecioches­co, que no deja de ser una extraordin­aria construcci­ón de postrimerí­as, obrada sobre un cadáver insepulto. Toda esa Venecia de Casanova, sin idealizaci­ón alguna por su parte, es la que parece celebrar sus exequias, con un esplendor ajado y maloliente, como un fuego fatuo, hasta llegar a ese final indigno, pero astuto, con que Napoleón pondría fin a la milenaria insolencia de la Serenísima.

 ?? D. S. ?? Una imagen de Venecia; abajo, el escritor y académico Félix de Azúa (Barcelona, 1944).
D. S. Una imagen de Venecia; abajo, el escritor y académico Félix de Azúa (Barcelona, 1944).
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