Bacalao con tomate de Viernes Santo
El pasado viernes viví un momento muy especial. Dentro de los extraños y tristes días de esta singular Semana Santa, gocé de una emocionante “teletransportación cuántica personal en el tiempo”. No sé si esa expresión es la más adecuada y correcta, pero el hecho vivido se merecía un rimbombante título. Me trasladé en el tiempo a los Viernes Santo de hace cincuenta años. Rememoré todas esas vivencias de juventud en casa de mis padres, asociadas a mi estación de penitencia en la Madrugada. Y todo ocurrió cuando tuve el placer de degustar el “bacalao con tomate” que me había preparado mi mujer para almorzar este peculiar Viernes Santo.
Cerré los ojos, y aquel sabor tan especial de ese pescado blanco de agua salada, cocinado con la hortaliza más importante del mundo, me transportó a aquellos inicios de tarde de Viernes Santo en los que, después de haber descansado unas horas, salía de mi cuarto y con unos “buenos días” le daba un beso a mi madre, mientras ella me ponía en la mesa un plato de tan exquisita comida, que me sabía a delicia y a gloria. Incluso oí, con la misma claridad como si se estuviera produciendo en ese preciso momento, las palabras que mi buena madre me decía mientras yo deleitaba el manjar de vigilia: “¿Está bueno?; ¿Te cansaste mucho esta noche?; ¿Has dormido bien?” Y acababa: “Esta tarde no vayas a ver nada; hoy descansa, que vaya tela la semanita que te has pegado”.
Y todo eso, gracias al cariño y al buen hacer cocinero de mi muy querida esposa. ¡Cuánto tengo que agradecer a esta mujer!