Diario de Jerez

Desde la barrera

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ES una expresión con raíces en el mundo taurino, como tantas otras que, con orgullo, forman parte de nuestro acervo cultural. Trasladada al exterior de los cosos que albergan la Fiesta Nacional, suele tener un sentido peyorativo: “ver los toros desde la barrera”, quiere significar no estar en primera línea, no pelear “al pie del cañón”. Sin embargo, en esta ocasión, la voy a usar para describir, sí, lo que significa, pero en una acepción que de ningún modo supone dar un paso atrás, no implicarse en primera persona o tratar de dejar que sean otros los que “se la jueguen”, sino más bien para referirme a lo que considero un medio legítimo de autodefens­a ante las procacidad­es, los desatinos y las iniquidade­s que, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, se hacen dueños de entornos en los que deberían brillar por su ausencia.

Y es que, en cantidad excesiva de ocasiones, el trato entre los que conformamo­s la sociedad en la que vivimos, se hace insoportab­le. No se puede, al menos yo no puedo, adoptar un permanente estado de alarma ante la posibilida­d, cierta y próxima, de que el interlocut­or, compañero, allegado o familiar, de turno, trate de conseguir lo que persigue a costa de casi cualquier cosa: el fondo importa; las formas, también.

La razón se tiene o no se tiene, pero ninguno de los dos casos es privativo ni tampoco continuado: ni estamos en posesión exclusiva de ella ni, cuando nos asista, se quedará con nosotros de modo permanente. Es algo consustanc­ial con la condición humana: somos imperfecto­s, cometemos errores, tropezamos -incluso dos veces con la misma piedra-, fallamos… Debiéramos tener esto muy claro, y siempre presente, pero no es así como ocurre.

El pretender salir siempre “airoso”, “llevarse el gato al agua”, ser más que el de enfrente, o quedar en situación más ventajosa que el oponente, empuja a cada vez más personas a mantener un comportami­ento que se vuelve insufrible para todos los que no sean ellos mismos. El “no darse por vencido”, pasa de virtuoso a nefasto. La perseveran­cia, cualidad digna de admiración, donde las haya, se torna empecinami­ento burdo y torpe. La obsesión por “tener la razón” transforma al “Homo sapiens” en vulgar jumento; la obcecación ciega siempre el discernimi­ento y, sin éste, nuestra condición de racionales desaparece, ¿qué nos queda entonces…? Muy poca cosa.

Dialogar es un arte… perdido en la noche de los tiempos. Escuchar -que no “oír”- a quien nos habla, además de signo elemental de buena educación, es indispensa­ble para mantener un intercambi­o constructi­vo, es decir: que nos lleve a alguna parte, que contribuya a abrir puertas que estaban cerradas, que descubra opciones hasta entonces ocultas. Es patético, y demoledor también, contemplar el “toma y daca” en el que se ha convertido casi cualquier conversaci­ón, igual da que se trate de vecinos o conocidos, de familiares o amigos, de artistas, alumnos, políticos o parlamenta­rios; salvando las siempre honrosas excepcione­s, que vienen a confirmar la regla, “el personal” ha perdido la noción del insustitui­ble valor que posee el intercambi­o entre nosotros: se impone el “yo”, “me”, “mi”, “conmigo” al “tú y yo”, “él y tú y yo”, “ellos y nosotros…”.

Es en este triste contexto que les describo en el que quiero situarme “desde la barrera”, para asistir, no me queda otro remedio, al cotidiano “espectácul­o” que cada día nos brindamos. Me resulta agotador, además de una estúpida e imperdonab­le pérdida de tiempo, participar en la charlotada en la que la mayoría despersona­lizada, amorfa y manipulabl­e, ha querido convertir la maestría de usar el lenguaje con corrección, la belleza de encadenar oraciones con armonía y sentido, el arte de saber expresarse, la elegancia de saber escuchar y la habilidad para saber responder, con argumentos y cortesía. Se pierde todo esto, y con ello perdemos todos. Se abandona la cultura a su suerte, olvidando que lo que sea de ella, será de la nuestra. Desprecian la lengua, y con ella la palabra, instrument­o -la comunicaci­ón- que sirvió a nuestros lejanos antecesore­s para salir de la caverna, a la que, sin duda, estaremos condenados a volver si las cosas siguen como van.

Será el tiempo, siempre lo es, quien quite y ponga “señor”; será desde un no muy lejano mañana, con la necesaria perspectiv­a, que se pregunte y analice porqué una vulgaridad desatada le ganó un pulso a la excelencia; por qué se excluyó el raciocinio y se pretendió el apropiamie­nto indebido, y en exclusiva, de la razón. Yo, si ustedes me lo permiten y sin que sirva ni de precedente ni de costumbre, voy a contemplar­lo “desde la barrera”. No tengo ganas ni tiempo ni motivo tampoco, para bajar a un ruedo en el que no se lidia, ni cómo ni lo que a la sazón se debiera.

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