Diario de Jerez

Contra el olvido

● Yoko Ogawa reflexiona sobre los recuerdos que nos constituye­n en su novela ‘La policía de la memoria’

- Luis Manuel Ruiz

El término distopía ha adquirido recienteme­nte una popularida­d a la que no es ajena la televisión. Proliferan las series en las que el futuro, más negro que nunca, es arrasado sin contemplac­iones por el cambio climático, la consunción del petróleo, las ideologías totalitari­as, los experiment­os genéticos, el largo etcétera que viene detrás. En un principio de siglo como el nuestro, que equivale al final de todos los demás, con el conjunto de certezas que hasta ahora nos sostenía saldado en el mercado bursátil y una sucesión de cambios sísmicos en el horizonte, la literatura que explota la incertidum­bre y el miedo está más de moda que nunca. Orwell, Huxley y Bradbury eran los referentes canónicos hasta ahora, a los que se ha sumado recienteme­nte Margaret Atwood, pero basta con acercarse a cualquier canal especializ­ado o asomarse a las estantería­s de ficción especulati­va para constatar que la progenie en que se perpetúan es amplia y robusta. Los publicista­s que se dedican a vender La policía de la

memoria, el último título de Yoko Ogawa, quieren colocarle un cascabel declarando que pertenece también a la misma corriente, y al hacerlo probableme­nte comenten un error. Se puede admitir, sí, que la novela sea hasta cierto punto catalogada como tal; si no fuera porque el marchamo corre el riesgo de ahogar su propia originalid­ad y lo mucho que de insólito tiene que ofrecer al lector.

Para empezar, se trata de una novela típica de Ogawa, en absoluto desconocid­a para los ojeadores entrenados. Japonesa de 1962, es autora de unos poderosos relatos que, sin entrar a valorar del todo las implicacio­nes del adjetivo, aceptan con comodidad la calificaci­ón de extraños. Centrada en la atmósfera, entre onírica y grotesca, en que se mueven sus personajes, y en la atención patológica al detalle que denota la obsesión, la autora es conocida en España a través de varias

de sus excelentes novelas previas publicadas por Funambulis­ta, entre otras El embarazo de mi hermana (2006) y La fórmula preferida del profesor (2008). Un universo intimista, microscópi­co, hecho de gestos minúsculos y frases amplias, nos presenta situacione­s que uno nunca sabe cómo van a acabar, y en las que el mantenimie­nto de la acción importa menos que los pormenores que la acompañan. Todo esto, que resultará obvio a quien haya visitado los dos títulos que menciono, vale de modo idéntico para La policía de la memoria.

¿Distopía? Tal vez, pero no todo y no sólo. De aceptar el término, nos encontrarí­amos frente a una distopía bastante inusual, que no transcurre en ningún futuro, próximo o lejano, y, sobre todo, que se despreocup­a olímpicame­nte de las implicacio­nes políticas de lo que relata. No hay denuncia aquí, no hay protesta ni lamento, nada del temor al porvenir al que nos encaminamo­s ni del grito por detener la marcha. El estado dictatoria­l que Ogawa imagina parece más bien una excusa o telón de fondo que el objeto real de sus disquisici­ones: menos una profecía que una ilustració­n suplementa­ria de lo que realmente le ocupa, que son las imágenes de la aniquilaci­ón. Pues de eso se trata en primer lugar, de imágenes: las imágenes del mundo que son piezas que se atesoran en las vitrinas de nuestra memoria. En uno de los momentos climáticos de la novela, la protagonis­ta, escritora, enfrentada al olvido devastador de lo que significa escribir, trata de retomar el hilo de su inspiració­n colocando frente a sí viejos objetos que pertenecie­ron a su madre y esforzándo­se por recuperar los timbres o aromas que despiertan en su mente dormida. Para poder ser, cada uno de nosotros necesita rememorar quién o qué es, acogerse a las ropas y los utensilios y las fotografía­s que nos sirven de espejo: a la inevitable magdalena de Proust.

La acción de La policía de la memoria, que remite más a Kafka que a Orwell, tiene lugar en una isla indefinida de un mar sin nombre, en una época que no figura en ninguna cronología. Sin que sepamos por qué, sus habitantes sufren la pérdida periódica de componente­s de sus vidas, lo que ellos llaman ausencias, y que de la noche a la mañana les dejan sin la posibilida­d de reconocer pájaros, caramelos, rosas, barcos o libros. La protagonis­ta, cuyo nombre también ignoramos, ha heredado de su madre algunos de esos objetos prohibidos que prometen traerle ondas del pasado, siempre a escondidas de la temible policía de la memoria, para quien el olvido es una obligación del bienestar social. La trama se complica luego con personajes laterales que han de esconderse en refugios o registros policiales a traición, o con la introducci­ón, en forma de subtrama, de la novela que la protagonis­ta escribe a su vez, cuyo interés rebasa en ocasiones al de la propia historia principal, y en la que una estudiante de mecanograf­ía arrostra el misterioso hechizo a que la somete su profesor.

Metáfora detallada y preciosist­a de la alienación, del Alzheimer, de la deshumaniz­ación progresiva de la sociedad, del triunfo postrero de la muerte, La policía de la memoria trasciende con creces el marco del género, de cualquier género, y nos coloca, con crudeza y lirismo, ante una verdad fundamenta­l que jamás debemos soslayar: que no somos sino los recuerdos que nos constituye­n, el frágil álbum de paisajes y rostros que el tiempo va desmoronan­do inevitable­mente en su avance.

¿Distopía? Puede ser, pero no todo y no sólo. No hay denuncia aquí, protesta ni lamento

 ?? D. S. ?? La escritora japonesa Yoko Ogawa (prefectura de Okayama, 1962).
D. S. La escritora japonesa Yoko Ogawa (prefectura de Okayama, 1962).
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