Diario de Jerez

Ferias de tortillas, huevos duros y filetes empanados

● El historiado­r jerezano Antonio Mariscal recuerda cómo era la Feria en inolvidabl­es casetas como Karcomedo, Los Lagartos y Los Máscaras

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HABLAR con el historiado­r Antonio Mariscal de la Feria de Jerez es evocar a aquellos años en los que el Real era “un lugar de encuentro del pueblo con sus propias raíces sin formalismo­s ni caretas, toda una expresión de lo nuestro”.

“Mucho ha cambiado nuestra Feria desde aquellos años cincuenta del pasado siglo, que es hasta donde alcanza mi memoria. Pienso que en tiempos pasados la gente vivía la Feria con mayor intensidad, al menos de forma muy distinta, al ser junto con la Semana Santa lo único que rompía la monotonía cotidiana de una ciudad con afanes de pueblo como era el Jerez de antaño. Sería quizás porque la Feria de Jerez era algo más que una fiesta o una diversión, puede que además fuese el arraigado sentimient­o de toda una tradición secular”, declara Mariscal.

El historiado­r recuerda que eran “días de confratern­ización, de amistad y de alegría ante una copa de vino entre la más pura expresión, con una personalid­ad propia y un folclore ancestral. Una Feria que esperábamo­s con ansiedad, recibíamos con alegría y despedíamo­s con tristeza. Para la que meses antes íbamos ahorrando peseta a peseta en una hucha de barro que se rompía al llegar mayo. Hoy dicen que la Feria es cara para algunas economías. Antes también, pero cada uno se divertía como podía y su economía más o menos modesta alcanzaba”.

Mariscal recuerda que el domingo por la mañana era obligado el paseo por la feria de ganado, “un espectácul­o único y gratuito: los tratos de compra y venta de animales. Esos a los que se refería José María Pemán, en su elegía a la Feria de Jerez, en los que se gastaban diez duros en vino y almejas por vender un burro que no valía ni tres”.

“El marco indiscutib­le de aquellas ferias eran, al igual que hoy, las casetas. Unas públicas y populares como las grandes casetas de la Tomatera, Lozano, La Gorda..., en las cuales se permitía llevar la comida desde casa metidas en cajas de zapatos”, relata el jerezano.

Ahí se llevaba la tortilla de papas, los huevos duros y los filetes empanados. Así, las familias modestas sólo tenían que gastar en el vino, las gaseosas o las aceitunas que servían en las mesas.

Había otras casetas para uso y disfrute de los empleados de bodegas, como las de González Byass, Williams o Domecq, “que tenían precios muy ajustados”. “Algunas pertenecie­ntes a los distintos cuerpos militares con guarnición en la plaza solían tener muy buen ambiente, sobre todo por las noches, con buenas orquestas y mejor baile. Otras casetas de construcci­ón fija como las de los casinos Lebrero, Nacional, Labradores, Domecq o González Byass, acogían a la élite de la sociedad jerezana. Por otra parte, los bailes de la gran caseta del Casino Jerezano, cuyos socios componían la no muy abundante clase media más o menos acomodada de la ciudad, era por las noches la máxima atracción para

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