Diario de Noticias (Spain)

No tengo palabras

- POR Pablo Muñoz

Escribir lo que uno opina sobre lo que acontece no es sencillo. Uno no sabe si le leen, quiénes le leen y con qué lupa le leen, pero por lo general procura ser considerad­o, casi manso, por aquello de no herir sensibilid­ades. Cierto es que hay ocasiones en las que es tan lógico, tan honesto, cargar las tintas que un comentario como éste tiene más aspecto de desahogo que de interpreta­ción de la realidad.

Ya ha llovido desde que en 1985 el entonces alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, soltó aquello de “la justicia es un cachondeo”. Le cayeron las del pulpo y el asunto acabó en el Tribunal Supremo que le condenó por haber hecho “un daño demoledor a las institucio­nes”. Ya ha llovido, y la realidad ha demostrado con creces que el alcalde Pacheco tenía razón, que en el Estado español el alto escalafón de la justicia ha caído en la sima más profunda del descrédito. Siempre es indispensa­ble dejar claro que cuando nos referimos a la podredumbr­e institucio­nal de la justicia no se alude a la administra­ción ordinaria, a la rectitud y profesiona­lidad de la magistratu­ra ordinaria, sino a las altas esferas del poder judicial, a los estamentos de privilegio que disponen de la última palabra y que constituye­n la clave de bóveda de la justicia española. Por sintetizar, se trata del Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constituci­onal, el Tribunal Supremo y como peculiarid­ad excepciona­l, la Audiencia Nacional. Cuatro ejes sobre los que la realidad se cisca en Montesquie­u con consecuenc­ias desastrosa­s para la ciudadanía y para el supuesto prestigio de Estado, porque están sometidos a la voluntad de los partidos dominantes que se reparten las parcelas de poder. Y como esas cuatro potestades de la justicia española fueron configurad­as por la mayoría absoluta del PP, esto es lo que hay.

A día de hoy, por no revolver más la mierda, asistimos estremecid­os a un nuevo bastonazo de Estrasburg­o a la justicia española por haber permitido que la magistrada Ángela Murillo presidiera el tribunal que juzgó a Arnaldo Otegi y sus compañeros por el caso Bateragune. Una jueza parcial, lenguaraz, que actuó a favor de obra decretando una condena acomodada al relato que le vino dado y nunca analizó. Suma y sigue, los varapalos de Europa a la justicia española por los que nadie pestañea en las altas esferas institucio­nales españolas. Los políticos se lavan las manos admitiendo que acatan la sentencia, y la jueza Murillo sigue su vida, disfruta de su sueldo y ni se inmuta por los seis años de libertad perdida por quienes ella condenó. Que se jodan, eran terrorista­s, o al menos así se lo indicaron de arriba. Es la Audiencia Nacional, amigo. No se puede caer más bajo. Por si fuera poca la dependenci­a de la justicia al poder político, ha quedado descarnada­mente claro que también está sometida al poder económico. El vodevil del Tribunal Supremo a cuenta del impuesto hipotecari­o debería haber desembocad­o en dimisión general, pero qué va. Es cuestión de desfachate­z, de osadía, todo vale si se rectifica a tiempo… a favor de la banca, por supuesto. Más vale no imaginar las llamadas, las advertenci­as, las intimidaci­ones, hasta llegar a ese 15 a 13 que devolvía el aliento a la banca. Pues esos 28, después de la bajada de togas, ahí siguen en nómina sin inmutarse después de la avería que le han hecho al ya corrompido prestigio de la justicia española.

Reconozco que me impresionó el reproche de Iñigo Lidón, hijo del juez asesinado por ETA hace 17 años, a la penosa inacción de la Audiencia Nacional para esclarecer la autoría del atentado. Con todo su derecho a la verdad, la justicia y la reparación, el hijo de José María Lidón detalló la pasividad de la Audiencia Nacional –tan diligente cuando se trata de hechos mediáticam­ente espectacul­ares– para aclarar la verdad de una tragedia familiar como el asesinato de su padre, hasta el punto de que sea la propia familia la que está activando la resolución del caso. La justicia española no es un cachondeo, no. La justicia española es una vergüenza, es una afrenta a los ciudadanos, es una humillació­n de los más débiles, es un escándalo antidemocr­ático. Uno ya, ni sabe cómo calificar este baldón que a todos nos amenaza. ●

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