Cifras para entender la incompetencia
El Instituto Alan Turing y la Universidad de Oxford publicaron hace unas semanas una investigación titulada Demonstrating the impact of the NHS COVID-19 app, se guglea fácil, que trataba de dilucidar hasta qué punto la aplicación de detección de casos de coronavirus en Reino Unido ha ayudado a romper la cadena de contagios en aquel país. El trabajo demuestra que su uso ha evitado aproximadamente 600.000 infecciones desde el pasado mes de septiembre, que son una cantidad considerable si tenemos en cuenta los 3,96 millones de positivos por SARS-COV-2 que se han detectado en Reino Unido desde que se declaró la pandemia. Como todos sabemos ya, cualquier contagio prevenido evita una posterior cadena de casos, dada la alta transmisibilidad del virus. La aplicación británica ha aconsejado personalmente a más de 1,7 millones de usuarios en Inglaterra y Gales para que se aislaran después de mantener un contacto cercano con alguien que hubiera dado positivo. Podemos llevar más lejos la consecuencia de esta eficacia: se han podido salvar unas 17.400 vidas (tomando como referencia una letalidad del 2,9%, que es la actualmente registrada para ese país), incontables ingresos en UCI, decenas de miles de horas de agonía de los pacientes, procesos de invalidez y sufrimientos de todo tipo. Gracias a una aplicación que es básicamente la misma que en España se puso en marcha bajo el nombre de Radar-covid. La historia de la app británica es, además, un ejemplo de cómo alcanzar el éxito a partir de un fracaso. Lo primero que hizo el gobierno de las islas, en abril del pasado año, fue ponerse a crear su propia app bajo una arquitectura tecnológica centralizada. No funcionó, entre otras razones porque requería mucha batería y los móviles se descargaban pronto. Poco después, Apple y Google presentaron una modificación global de sus sistemas operativos IOS y Android para que la mayor parte de los teléfonos móviles del mundo pudieran alojar estas aplicaciones de detección de contactos con una eficiencia y seguridad absolutas, y pusieron a disposición de los gobiernos la oportunidad de crear sus soluciones sobre tales soportes. Así lo hicieron en Reino Unido, igual que en España y muchos otros lugares. El funcionamiento es idéntico: una persona diagnosticada recibe un código único que tiene que introducir en la app, y el sistema hace que reciban un aviso aquellos contactos que han estado cerca un determinado tiempo. La app británica se promocionó mediante una campaña de publicidad (igual que aquí en España), se ha descargado 21,63 millones de veces (por el
56% de la población a la que iba dirigida), y los modelos matemáticos muestran que por cada 1% de aumento en sus usuarios, la cantidad de casos de coronavirus en la población se podría reducir hasta en un 2,3%. Lo más importante:
3,1 millones de resultados de pruebas realizadas en Inglaterra y Gales se han reportado a través del sistema, de los cuales 825.388 fueron positivos.
Ahora, dispongámonos a llorar. En España la app es prácticamente idéntica a la británica, pero el fracaso es absoluto. Se han hecho análisis independientes (por ejemplo, el que recoge diariamente la cuenta de Twitter @radarcovidstats) que demuestran que menos de un 2% de los tests son reportados a través de ella, y por tanto carece de toda funcionalidad. En nuestra Radar-covid se han invertido varios millones de euros
(Indra lo sabe), pero no vale para nada y no porque no esté bien hecha, sino por la sencilla razón de que los servicios de salud de las comunidades autónomas no se han puesto a repartir los códigos de reporte de casos, ni han sido capaces de generar un sistema unificado de emisión de esos números, un asunto técnicamente fácil de organizar. ¿Somos menos inteligentes que los británicos? No, lo que nos ocurre es que nuestros gobernantes son infinitamente más incompetentes, tanto que alcanzan lo criminoso. Le preguntaron al vicepresidente Javier Remírez al respecto, y lo que dijo es que la app era “una iniciativa del conjunto de las comunidades autónomas” (cuando lo fue de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial), y que “no ha funcionado como quisiéramos o debiera haber sido y seguramente habrá que replantear su diseño y funcionalidad” (cuando la razón del fracaso no es ningún diseño o funcionalidad, sino que gobiernos como el que vicepreside este voceras no han repartido los códigos necesarios). El resultado, Javier, son las muertes que se están causando por tanta incompetencia, dicho sin paliativos y sin la palabrería guay que habitualmente excreta esa oficialidad progre que tan bien representas. Pocas cosas son más indignantes que esto. La exultante mediocridad política en medio de la devastación de la pandemia, y esas frases huecas, como quien echa alpiste podrido a las gallinas, por toda excusa. ●
Pocas cosas son más indignantes que la exultante mediocridad política en medio de la devastación de la pandemia
en 2017, simbólico pero con valor institucional, acabó en una nueva polémica. Tuvo que ser lo suficientemente ambiguo para salvar la limitación de los tribunales. Pero al mismo tiempo abierto, permitiendo equiparar casos que poco tienen que ver y facilitando una puerta de salida a quienes todavía hoy recelan de participar en todo aquello que no encaja con sus intereses electorales.
Pero la realidad, olvidada o no, sigue ahí. Lo recuerda con acierto la película Non dago Mikel? que estos días se exhibe en algunas salas de cine, y que apunta al relevo generacional como garantía de justicia. Es, en cierto modo, una cuestión de tiempo. El pasado septiembre el Tribunal Constitucional dio el visto bueno a la Ley de víctimas de abusos policiales del Parlamento Vasco. Una legislación muy similar a la que el Parlamento de Navarra aprobó en 2019, y que corrige los artículos anulados en la norma anterior. La ley navarra esta en vigor, pero pendiente de los recursos de PP, Ciudadanos y Vox, que todavía hoy intentan evitar que prospere. Como si ignorar los hechos fuera a cambiar la percepción colectiva.
De momento el Gobierno de Navarra ha preferido no avanzar hasta que no se resuelvan las dudas pendientes en los tribunales. Después, sin embargo, vendrá lo más difícil. Al Parlamento le corresponde elegir nueve miembros de una Comisión de Reconocimiento y Reparación que deberá analizar con rigor jurídico y pericial a quién se reconoce la condición de víctima. Y a quién no. Y que más allá de las consecuencias que implica el reconocimiento –ayudas económicas y sociales que para la familia Zabalza carecen ya de sentido–, supone tallar un relato importante en la historia colectiva reciente.
Por eso sería un error avanzar sin el consenso mínimo imprescindible. A los partidos les corresponde ahora, se les debe exigir, acordar una comisión lo suficientemente técnica y profesional que dictamine dónde, cuándo y cómo se produjeron esos abusos. Y hacerlo con una visión de largo plazo que sirva para sentar las bases de una convivencia con futuro. Será un paso pequeño, pero es imprescindible. ●