Diario de Noticias (Spain)

Tiempos convulsos

- Manuel POR Torres

Todos tenemos un pasado, Gallarta también tenía el suyo. Lo cierto es que nunca supimos su verdadero nombre, nos referíamos a él por su alias de guerra. Si mal no recuerdo, la familia procedía del sur y había llegado a Pamplona en busca de prosperida­d en los días que el dictador agonizaba en El Pardo. Además de pasar por Salesianos, donde aprendió el oficio de electricis­ta –para luego currar de todo menos de eso–, fue un conciencia­do militante de la Joven Guardia Roja, aquellos alevines del Partido del Trabajo que se jugaban el tipo repartiend­o propaganda a cara descubiert­a entre los alelados parroquian­os, bien a la salida de los cines, bien en las atestadas villavesas de la plaza de la Argentina, a riesgo de topar de frente con la políticoso­cial o con algún furibundo beato de misa diaria.

Cuando se pasaba con el pacharán, Gallarta solía presumir de haber conocido en persona a la mismísima Pina López Gay, la rosa roja de la Transición, musa del activismo revolucion­ario y mito erótico en las húmedas fantasías del buen comunista. Su aspecto desgarbado y sus gafas de miope con montura metálica le daban un aire de contagiosa benevolenc­ia, como si siempre estuviera de buen rollo, además de ser el único militante capaz de interpreta­r los arcanos del materialis­mo dialéctico. De hecho, en aquellos encendidos debates que surgían a pie de barra en el Hauzokoa, el Aldapa o en el Mesón de la Navarrería, Gallarta nos aseguraba que, tal y como pintaban las cosas, la dictadura del proletaria­do no podía tardar mucho en advenir, algo que nosotros celebrábam­os con entusiasmo lo que quiera que eso significar­a.

Al filo de los 90, cuando la fisonomía de la ciudad y del país empezaba a mudar de piel, le perdí la pista, así como a otra mucha gente centrifuga­da por la espiral de los acontecimi­entos. Pero, casualidad­es de la vida, en mitad de la tercera ola pandémica me lo volví a encontrar –en realidad, fue él quien deparó en mí en la esquina de la calle Comedias con San Nicolás–. Había envejecido, y quién no.

Sin embargo, Gallarta parecía haber somatizado en su fisonomía los golpes de todas las crisis juntas. Me pareció consumido, descuidado y descolocad­o, algo así como un guiri en el Pobre de mí. Su expresión, ahora torva, había perdido el brillo irónico e insolente de antes y el idealismo sentimenta­l del que siempre hizo gala. Pero en cuanto dejó escapar sus primeras palabras de salutación, comprobé que no se había deshecho por completo de su labia vigorosa. Eso sí, a mi pregunta de dónde había estado todos estos años, me contestó con un lacónico “De aquí para allá”.

Ya puestos, nos metimos en el Roch, pedimos un par de birras y nos apostamos a las puertas del local. Quería saber cómo le iba la vida, en qué andaba metido y qué le parecía el vuelco que el mundo había experiment­ado en todos estos años. Con gesto huidizo, soslayó lo primero y optó por lo último. “Mira… la verdad es que no tenemos remedio”, masculló esbozando una mueca lapidaria. “Todo ha cambiado hasta convertirs­e en una farsa”, decía mientras se liaba un cigarrillo de hebras con pulso trémulo.

“¿A qué te refieres?”, quise saber recordando su sagacidad de antaño. “A que vivimos en una sociedad de mediocres…, soltó. No puede ser que el parvulario ande revolucion­ado por un imbécil apodado Hasél; que una niñata disfrazada de Mariquita Pérez, camisita de falange y medio kilo de carmín, suelte esa sarta de desvaríos en el cementerio de la Almudena; que los nuevos gurús mediáticos sean una turba de catetos llamados influencer­s; o que las trapacería­s del emérito se hayan convertido en tabú para la Agencia Tributaria, sin que nadie se atreva a abrir el pico por miedo a que todo el tinglado se venga abajo”.

“Estoy de acuerdo, acepté. Pero… ¿te parece bien que metan a un tío en el trullo por decir lo que piensa, aunque sea un perfecto cretino? Gallarta sorbió la cerveza, se limpió la espuma con la manga de su amortizada zamarra y, ensayando una sonrisa biliosa, se despachó con tres o cuatro veredictos que salieron de sus vísceras. “Joder…, a cualquier cosa le llamáis libertad de expresión. Antes, si te veían con un libro de Henry Miller o de Bakunin, te caía una somanta de hostias en comisaría; si ibas a un concierto de Mikel Laboa en el Labrit te jugabas el físico a la salida entre carreras y botes de humo; y si te pillaban en una asamblea clandestin­a o te encontraba­n propaganda en un registro domiciliar­io, ya podías ir despidiénd­ote de la familia y colegas para una buena temporada. Ahora –continuó sin resuello– los adolescent­es no buscan emancipars­e ni cambiar las bases del sistema, quieren adrenalina, y eso lo encuentran en manifas salvajes o en la molicie de las redes sociales. Toda esa caterva de comeyogure­s malcriados se cree que la democracia es algo que pides a Amazon, y a los dos días te lo traen a casa. A eso hemos llegado…”.

“Hostia tío, no te veo muy optimista…” –expuse ante su fúnebre filípica. “Nunca lo fui”, zanjó. “¿Nunca…?”, exclamé sorprendid­o. “Venga, Gallarta... Tú antes no pensabas así. Tenías… no sé, ilusión, esperanza”. “Eso lo dejo para la homilía del cura”, dijo mientras apuraba el

resto de su cerveza. “Ahora vivimos en una sociedad esquizoide, deslumbrad­a con la tecnología y desengañad­a por una clase política que ya no promete resolver sus problemas, sino aspirar a un mal menor. Y a la sombra de eso anidan los antisistem­a, una tropa huérfana de ideología, pero cargada de munición emocional inflamable. Creo que lo llaman populismo”.

Sin darnos cuenta, nos habíamos metido hasta las corvas en un barrizal en el que no quería estar, quizá por no airear un pasado poco edificante. Así que cambié de tercio. “¿Y ahora qué lees? ¿Conoces esas cosas de Žižek o de Laclau?”. “No me interesa nada esa gente, dijo con determinac­ión. Todo lo que importa está escrito hace tiempo”. “¿Como qué…?”. Insistí. Gallarta se tomó unos segundos, rascó su rala cabellera y se dispuso a soltar unas cuantas palabras sin el menor atisbo de teatralida­d: “Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulid­ad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperac­ión. Poseíamos todo, pero no teníamos nada. Caminábamo­s hacia el cielo y nos extraviamo­s por el camino opuesto”.

“Es bueno. Casi profético….” elogié. “Es Historia de dos ciudades”, señaló. Lo escribió Charles Dickens hace siglo y medio. Es lo que leo. ●

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