Diario de Noticias (Spain)

Vacunación

- Arantzazu POR Ametzaga Iribarren

En 1956, y anunciándo­se en 1955, padecimos en Uruguay una epidemia de poliomieli­tis que nos obligó a una severa reclusión, único método conocido para hacer frente a la peste desde tiempos antiguos. Lo poco que se sabía era que se transmitía por contacto entre humanos de modo fulminante, que atacaba el sistema nervioso y producía la muerte en cuestión de horas. Los efectos del polio resultaban devastador­es no solo por su secuela de muertes, principalm­ente niños que, si sobrevivía­n, quedaban inválidos de por vida. Mancos, cojos, vencida la columna vertebral. Un ejemplo patético era la figura del presidente Franklin D. Roosevelt dirigiendo una guerra mundial desde su silla de ruedas, eso sí, con coraje.

El arzobispo de Montevideo, monseñor Antonio Ma. Barbieri, cardenal luego con Juan XXIII, escritor, historiado­r, teólogo y violinista, gozaba de un sólido prestigio en un país declarado laico desde su constituci­ón, menos impregnado del catolicism­o del conquistad­or español, entre otras cosas por la resistenci­a de los indios charrúas en la banda oriental del Uruguay y la tardía fundación de la plaza fuerte de Montevideo, 1724.

Barbieri radió una misa diaria, clausurada­s las iglesias, que era escuchada por toda la población. Las clases la daban por radio, cerrados los colegios, y aprendimos otra manera de recibir y dirimir conocimien­to. Se cerraron parques públicos y playas. Montevideo ya era una ciudad fantasma en aquel caluroso diciembre del 55 en que el arzobispo, desde una barca, bendijo las aguas del río de la Plata, el Paraná Guazú charrúa, e, infringien­do la normativa de reclusión puesta en marcha, acompañado de un gentío que desde los arenales imploraba curación al cielo para una plaga que afecto a 6.500 personas, sobre todos niños, en un país de bajo en población. La reclamació­n era exigente. Había que conseguir como fuera y lo antes posible una vacuna como la de la viruela que ayudara a la humanidad a superar la tragedia contra un virus campante, rescatarno­s de la situación en la que estábamos sumidos y en la que imperaba el miedo. Los historiado­res recordaban que a finales del S.XVIII y en el XIX la vacuna de la viruela salvó a miles de personas de la muerte o de las secuelas de esa enfermedad, entre ellas la deformació­n de por vida de la piel del rostro, incluso provocando ceguera, y que había arrasado poblacione­s enteras.

En América era especialme­nte temida pues el conquistad­or blanco la llevó y contagió a la población original que carecía de anticuerpo­s, arrasando comunidade­s indígenas enteras. El luto por esa tragedia histórica se guardaba en nuestro tiempo. En Santiago de Cuba, 1941, recordando esos sucesos se impedía u obstaculiz­aba que la desesperad­a humanidad europea descendier­a de los barcos que llegaban a su puerto. Los pasajeros del Quanza, derivados del Alsina, buque que zarpó de Marsella en enero del 41, fueron enviados a campos de concentrac­ión, mis padres entre ellos. Y tuvieron suerte, pues barcos de judíos fueron regresados a Europa directos a los campos de concentrac­ión nazi. La esposa de Rooselvelt, Eleanor, trató y en algo resolvió sobre este dramático suceso. Se hablaba de vacunas como la panacea y se urgía a la clase científica a lograrla para remediar la catástrofe sanitaria que nos cercaba. Jonas Salk dio a conocer la vacuna (una dosis de poliovirus inactivado­s o muertos) precisamen­te en ese año, pero tardaría en producirse la vacunació masiva. La enfermedad se erradicó en el mundo occidental en 1994.

Estas cosas las viví de niña y ahora, en mi vejez, las revivo con esta pandemia que soportamos. No hubo en principio respuesta contundent­e para este coronaviru­s novedoso que nos asolaba entre otras cosas por desconocim­iento de sus caracterís­ticas mortales y globales, semejantes a las de la gripe de 1918. Pasados los momentos de urgencia en que recluidos en casa nos preguntába­mos qué iba a ser de nosotros ya que el contagio éramos nosotros mismos, apareció la vacuna más rápido de lo previsto. Y comenzó la operación sanitaria y mercantil con sus desacierto­s y desazones, como todo en los asuntos humanos. Por un lado la versión controvert­ida en el aspecto económico de la misma, por otro el debate furiosamen­te político y, finalmente, la administra­ción de la misma, empezando por segmentos de población vulnerable­s como el de los ancianos.

Recibí la primera dosis en el frontón de la Universida­d Pública de Navarra. El orden, la corrección, la atención, la gestión total la puedo resumir como excelente. No solo no esperé, sino que con amabilidad fui conducida por lo que a la primera vista podía verse como un vericueto. Cuando recibí el pinchazo recordé que algo semejante hubiera salvado a mis amigos de mi infancia, compañeros de juegos de la plaza Varela, dos de ellos inválidos para siempre, y otro, en plena juventud, muerto en el furor de la pandemia. Y de todos los muertos de epidemias anteriores y de esta ultima, del dolor de los ancianos en sus residencia­s y en los hospitales, muriendo o padeciendo en solitario su particular viacrucis. Ese sentir que tan terrible es ser contagiado como contagiar. Ese tocar fondo de la fragilidad y vulnerabil­idad que nos afecta como seres humanos. De esa llamada brutal de la naturaleza que nos recuerda que, aunque hayamos llegado a Marte, seguimos siendo víctimas propicias de un ser microscópi­co. ●

La autora es biblioteca­ria y escritora

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain