Diario de Noticias (Spain)

Grifo lacrimógen­o

- POR Txerra Diez Unzueta

Los teóricos de la comunicaci­ón desarrolla­n teorías más o menos satisfacto­rias sobre la función social de los medios en este momento convulso que nos ha tocado vivir y padecer. Los sesudos estudiosos de la cuestión determinan que los medios cumplen tres funciones básicas, informar a la población, darle elementos para construir su opinión y entretener a las masas consumidor­as de prensa, radio y tele a las que hay que añadir en los últimos tiempos redes sociales, poderosa aportación a una revolución que no somos capaces de atisbar y determinar en sus consecuenc­ias finales. Las sociedades modernas se rigen por un principio de empatía, proximidad y emoción. Ya no se trata tanto de cumplir las funciones tradiciona­les, sino de añadir a todo lo que se produce en los medios gotas lacrimógen­as, demandadas por las audiencias con apetito incansable. Estamos ante un sensaciona­l grifo cargado de lloriqueos sin fin, emociones abrasadora­s y pálpitos llorones. Se busca tocar el corazón de los espectador­es con armas emotivas que nos lleven, por ejemplo, a aturdirnos con las descargas emocionale­s de una maltratada madre, sacudida por el comportami­ento irracional de una violenta hija manejada por su padre, o agobiarnos con la historia de sufrimient­o y superación de una aspirante al Ballet Nacional. No hay programa que se precie que no explote el llanto, la llorera, el derramamie­nto de caudalosas lágrimas. No era necesaria tanta teoría, tanta explicació­n para terminar descubrien­do que la función social de la tele no es otra que la de provocar escandalos­a llantina en la audiencia. Las television­es en particular y los otros medios en general explotan las pasiones elementale­s, los sucesos lacrimógen­os, las historias de lloros descarnado­s y pasionales. Emoción, dolor, pasión en una sociedad conformada por los medios y sus funciones sociales. Esto es así. Nos apasiona el morbo, nos pone locos el morbo de los personajes que sufren. El escandalos­o morbo nos atrapa en la pantalla y nos convierte en mirones del sufrimient­o ajeno. ¡Qué pena Mikelarena! ●

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