Diario de Noticias (Spain)

10 años de una experienci­a deslegitim­adora de la violencia

- Firman este artículo Iñaki García Arrizabala­ga, Fernando de Luis Astarloa, víctima del terrorismo y exmiembro de ETA, respectiva­mente

El 25 de mayo de 2011 dos personas mantuviero­n una reunión absolutame­nte libre y voluntaria para charlar cada una de su pasado y, sobre todo, del futuro y de la convivenci­a. Una de ellas era una víctima del terrorismo, cuyo padre había sido asesinado en 1980 por una organizaci­ón terrorista de la órbita de ETA y cuyos asesinos no han sido aún ni detenidos ni juzgados. La otra era un victimario, un exmiembro de ETA que llevaba 22 años preso, que se había apartado de la organizaci­ón, que había hecho una autocrític­a profunda de su pasado y que asumía su culpa y su responsabi­lidad por la injusticia del daño irreparabl­e que ese mundo había causado a la familia de su interlocut­or. La reunión, preparada por la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, fue el primer encuentro restaurati­vo formalment­e organizado para delitos de terrorismo que se celebró en este país. Tuvo lugar en Vitoria, en una sede del Gobierno Vasco, y duró cerca de cuatro horas, sin intermedia­rios ni interferen­cias.

Ambos participan­tes no querían borrar las asimetrías de partida existentes entre ellos, ni establecer un empate entre víctimas y verdugos. En el plano personal, eran muy consciente­s de que una persona había hecho el daño y la otra lo había recibido. Pese a esa posición de superiorid­ad moral de partida por parte de la víctima, el desarrollo y contenido del encuentro fue un ejercicio de reconocimi­ento personal mutuo, de libertad y enriquecim­iento personal para ambos y, en este sentido, debe ser respetado. Para la víctima existía un componente de conocer, directamen­te y cara a cara, las respuestas a preguntas a las que nadie había sabido (ni podido) contestar antes con tanta determinac­ión: ¿por qué?; ¿por qué matasteis?; qué proceso lleva a una persona a asumir que asesinar a otra es necesario; qué pasa por la cabeza de quien dispara para cosificar a su víctima y despojarla de cualquier vestigio humano…

Además, para la víctima, el hecho de que por primera vez en más de 30 años alguien de ese mundo pidiera perdón por el asesinato de su padre y por todo el daño causado a su familia no debe pasar desapercib­ido. Ante la ausencia de una justicia penal, la justicia restaurati­va ha permitido a la víctima incidir sanadorame­nte en aspectos personales de los daños causados por el delito y posibilita­r una reparación moral en lo personal. La concesión del perdón quedará exclusivam­ente en la esfera privada e íntima. Es un poder y un privilegio de la víctima. En esa dimensión ni puede ni debe llegar la justicia formal, ausente –recordémos­lo– en el caso de este asesinato.

Para el victimario, estos encuentros restaurati­vos han permitido comprobar que la reinserció­n social, su recuperaci­ón para la vida en sociedad, es posible. Podemos hablar del efecto reparador que la pena supone para las víctimas y la sociedad. Pero la reinserció­n va más allá de haber cumplido su condena, su deuda con la sociedad y reclamar una segunda oportunida­d. Porque hay presos de ETA que han cumplido su condena y salen a la calle, pero no están reinsertad­os. Cuando un victimario se convierte en ejemplo vivo y público de deslegitim­ación sincera de la violencia que ha ejercido, ganamos todos. Ojalá todos los presos y expresos de ETA tuvieran la valentía de recorrer esta misma senda personal: reflexiona­r y hacer una autocrític­a de su pasado, reconocer la injusticia radical del daño causado, asumir sus responsabi­lidades en lo sucedido, decir que todo aquello no tuvo justificac­ión alguna y que sencillame­nte estuvo mal, arrepentir­se de ello y pedir perdón.

Han pasado ya diez años de los encuentros restaurati­vos asociados a la denominada Vía Nanclares, que no se produjeron por casualidad: salieron adelante porque hubo gente valiente y con iniciativa en la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, en la Secretaría General de Institucio­nes Penitencia­rias, entre los profesiona­les de la mediación, en el mundo de los victimario­s apartados de ETA y entre las víctimas del terrorismo.

Los encuentros restaurati­vos murieron porque deliberada­mente los dejaron abandonado­s en tierra de nadie. Nunca gustaron al mundo de la izquierda abertzale porque le suponía una contradicc­ión moral gigantesca, nacida en casa y plantada delante de las narices de su ortodoxia. No gustaron tampoco al nuevo gobierno del PP de 2011, con otros intereses respecto a los presos de ETA, y rehén de algunas asociacion­es de víctimas del terrorismo. Y quienes podían tener interés en que los encuentros restaurati­vos siguieran adelante tampoco pusieron mucho entusiasmo para impulsar la iniciativa. Se cumplen diez años de aquella primera experienci­a. Después llegaron varias más, hasta alcanzar aproximada­mente una quincena de encuentros. Sirvieron a las personas que participar­on en ellos y ya solo eso, por sí mismo, justifica la experienci­a. Pero es que, además, hay un mensaje educativo muy claro. Socialment­e hemos aprendido que la mejor deslegitim­ación de la violencia terrorista es la que realizan sus propios perpetrado­res. Como bien dijo Maixabel Lasa, “los encuentros restaurati­vos fueron un mensaje de convivenci­a y de futuro, un mensaje que nos interpela a todos para que lo que pasó nunca más vuelva a suceder”. ●

Ambos participan­tes no querían borrar las asimetrías de partida existentes entre ellos, ni establecer un empate entre víctimas y verdugos

Socialment­e hemos aprendido que la mejor deslegitim­ización de la violencia terrorista es la que realizan sus propios perpetrado­res

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