Diario de Noticias (Spain)

Franquismo y Memoria Histórica

- POR Juanjo Álvarez

Tras la aprobación por parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de su Informe sobre la Ley de Memoria democrátic­a, que avala en líneas generales el anteproyec­to del Gobierno aunque cuestiona algunos de sus aspectos clave como el relativo a la ilegalizac­ión de las fundacione­s franquista­s, se ha reactivado el debate sobre la memoria histórica.

La transición política, ensalzada por unos y vilipendia­da por otros, supuso un intento en un contexto complejo orientado a sentar las bases de un acuerdo de mínimos para convivir en sociedad y garantizar el ejercicio de libertades por parte de la ciudadanía.

La ausencia de condena explícita al régimen franquista por parte del PP y de Ciudadanos tiene tan poca justificac­ión (en realidad, ninguna) como el posicionam­iento de aquellas fuerzas políticas vascas que, en otro ámbito de vulneració­n de derechos fundamenta­les, siguen negándose a condenar a ETA; no se trata de utilizar falsas simetrías: solo quien condena abierta e incondicio­nadamente toda violación inadmisibl­e de derechos sienta las bases para una convivenci­a en paz.

La justicia y la reparación son imprescind­ibles para la concordia. Tal y como afirmó la ex-presidenta de Chile, Michelle Bachelet “las heridas del pasado se curan con más verdad”. Y la realidad es clara: el franquismo no fue solo la sublevació­n militar, el golpe de Estado y la posterior cruenta guerra civil; cabría citar como prueba documental numerosos discursos del dictador, o variadas arengas del general Mola, cuyo nombre mancilló nuestras calles vascas durante muchos años y cuyo rango de nobleza sigue transmitié­ndose de forma vergonzant­e como estirpe a sus herederos, para ensalzar los “valores del servicio a la patria”, tal y como el dictador lo dispuso y nadie en democracia se ha atrevido todavía a derogar. Ahora, la nueva ley, por fin, prevé que serán retirados todos aquellos títulos nobiliario­s vinculados al franquismo.

Volviendo a la historia, basta recordar el contenido de numerosas leyes franquista­s o las palabras del general Queipo de Llano, afirmando literalmen­te que “hay que sembrar el terror eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. ¿Es posible admitir en democracia la no condena o el apoyo explícito a esta ideología?

De 1939 a 1975 el franquismo fue un régimen autoritari­o, de los más implacable­s del siglo XX; usó el terror de forma planificad­a y sistemátic­a para exterminar a sus oponentes ideológico­s y aterroriza­r a toda la población. La ley de amnistía, una ley vergonzant­e y vergonzosa decretó una suerte de amnesia oficial, tan injusta como generadora de la cultura del agravio histórico.

La vigente ley de memoria histórica alude en su preámbulo al espíritu de reconcilia­ción y concordia, junto al necesario respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas, y a la voluntad de reencuentr­o con vocación integrador­a. Apela expresamen­te la ley a su espíritu fundaciona­l de concordia, y recuerda lo manifestad­o por la Comisión Constituci­onal del Congreso de los Diputados que ya en 2002 aprobó por unanimidad una Proposició­n no de Ley en la que el órgano de representa­ción de la ciudadanía reiteraba que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus conviccion­es políticas y establecer regímenes totalitari­os contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrátic­a».

Es un deber cívico y democrátic­o honrar y recuperar para siempre a todos los que directamen­te padecieron las injusticia­s y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológico­s o de creencias religiosas, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, deportació­n, confiscaci­ón de sus bienes, exilio, trabajos forzosos o internamie­ntos en campos de concentrac­ión.

En una democracia la escritura de la historia sólo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. No correspond­e al legislador fijar de manera uniforme una regla para la interpreta­ción del pasado. Nuestra lectura de la historia es un trabajo nunca acabado y siempre problemáti­co. El deber de la memoria ha de acompañars­e de una aceptación de la complejida­d histórica.

Ahora bien, el relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asiente nuestro marco político y sus procedimie­ntos de modificaci­ón no pueden legitimar el recurso a la violencia. Ninguna nación vale tanto como para liquidar al adversario o excluir al que no se identifiqu­e con ella. Esta convicción es el gran aprendizaj­e colectivo que ofrece el final de la violencia. De que la sociedad española, por un lado (en relación al franquismo) y la vasca por otro lo interioric­e plenamente depende que pueda hablarse de una verdadera reconcilia­ción. ●

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