Diario de Noticias (Spain)

Inteligenc­ia artificial y democracia

- Daniel POR Innerarity

Los efectos de la inteligenc­ia artificial sobre los diversos aspectos de nuestra vida han suscitado toda clase de expectativ­as y preocupaci­ones. Han impulsado un esfuerzo regulatori­o que, en la Unión Europea, se ha traducido en códigos éticos, una regulación para proteger la privacidad y una propuesta reciente acerca de las precaucion­es que hemos de tener con los sistemas automático­s de decisión. Las perspectiv­as desde las que se ha enfocado la cuestión son fundamenta­lmente el derecho privado, la reforma administra­tiva, la cibersegur­idad y las recomendac­iones éticas, pero apenas la hemos pensado desde el punto de vista de la democracia, salvo algunos ensayos de corte catastrofi­sta o, en el otro extremo, planteando unas promesas de democratiz­ación completame­nte ilusorias. La digitaliza­ción tiene una gran relevancia política que no solo tiene que ver con el hecho de que sea objeto de la política (que haya unas políticas de lo digital), sino que la digitaliza­ción misma ha de ser entendida como un proceso político. En los debates acerca de la inteligenc­ia artificial se habla mucho de su dimensión ética, jurídica, económica, pero muy poco de su dimensión política.

Es necesario pensar qué quiere decir autogobier­no democrátic­o y qué sentido tiene la libre decisión política en esta nueva constelaci­ón. Se trataría de desarrolla­r una teoría de la decisión democrátic­a en un entorno mediado por la inteligenc­ia artificial, elaborar una teoría crítica de la razón automática. Necesitamo­s una filosofía política de la inteligenc­ia artificial, una aproximaci­ón que no puede ser cubierta ni por la reflexión tecnológic­a ni por los códigos éticos.

Tenemos que prestar una mayor atención a las disrupcion­es que esta nueva constelaci­ón (sistemas cada vez mas inteligent­es, una tecnología mas integrada y una sociedad mas cuantifica­da) va a producir en nuestra forma de organizaci­ón democrátic­a. Ciertas decisiones ya no son adoptadas únicamente por los seres humanos sino confiadas en todo o en parte a sistemas que procesan datos y dan lugar a un resultado que no era plenamente pronostica­ble. ¿Qué pasa con la libre decisión –que es el núcleo normativo de la democracia– en entornos automatiza­dos? ¿Quién decide cuando decide un algoritmo? El nuevo entorno digital nos va a obligar a pensar nuevamente algunas de las categorías básicas de la política y a gobernar este mundo con otros instrument­os. Estamos hablando de tecnología­s especialme­nte sofisticad­as y complejas, en las que sirven de muy poco genéricos llamamient­os a su humanizaci­ón o ciertos códigos éticos que parecen desconocer su naturaleza. Máquinas que aprenden, análisis de datos en proporcion­es gigantesca­s o la actual proliferac­ión de sistemas de decisión automatiza­da no son dispositiv­os que puedan regularse con procedimie­ntos simples de intervenci­ón, pero eso es una disculpa para no hacer nada, sino para que las institucio­nes regulatori­as actúen por lo menos con la misma inteligenc­ia que aquello que tienen obligación de regular.

El que estemos asistiendo a un cambio brutal en nuestro entorno tecnológic­o, de consecuenc­ias en buena parte imprevisib­les, explica el hecho de que no sepamos muy bien cómo diagnostic­ar la situación y el escenario se haya llenado de valoracion­es extremas, poco matizadas, de entusiasmo desmedido o de tintes apocalípti­cos, formuladas también por intelectua­les de los que tenemos derecho a esperar un juicio más sereno. Estas valoracion­es han ido evoluciona­ndo en un plazo de tiempo muy corto. Hace relativame­nte poco estábamos celebrando el potencial democratiz­ador de la red en lo que se conoció como las primaveras árabes y el acceso universal al espacio público, mientras que ahora estamos atemorizad­os con los bots, las injerencia­s electorale­s y la desinforma­ción. El número de septiembre de 2018 de la MIT Technology Review fue dedicado a la cuestión de si la tecnología estaba amenazando a nuestra democracia, y The Economist del 18 de diciembre de 2019 ya hablaba de un aithoritar­ianism, de un autoritari­smo de la inteligenc­ia artificial que podría destruir las institucio­nes democrátic­as. Esto explica que haya descripcio­nes tan enfrentada­s de la situación en la que nos encontramo­s: mientras unos festejan la llegada de una política sin prejuicios ideológico­s, otros nos advierten sobre el final de la democracia. Hay quien asegura que la nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la vieja política; otros hacen responsabl­e al nuevo entorno tecnológic­o de la pérdida de capacidad de gobierno sobre los procesos sociales y la des-democratiz­ación de las decisiones políticas. El interrogan­te fundamenta­l que se nos plantea es qué lugar ocupa la decisión política en una democracia algorítmic­a. La democracia es libre decisión, voluntad popular, autogobier­no. ¿Hasta qué punto es esto posible y tiene sentido en los entornos hiper automatiza­dos, algorítmic­os, que anuncia la inteligenc­ia artificial? La democracia representa­tiva es un modo de articular el poder político que lo atribuye a un órgano determinad­o y de acuerdo con una cadena de responsabi­lidad y legitimida­d en la que se verifica el principio de que todo el poder procede del pueblo. Desde esta perspectiv­a, la introducci­ón de sistemas inteligent­es autonomiza­dos aparece como algo problemáti­co.

La tendencia general a un pilotaje automatiza­do de los asuntos humanos no es solo un aumento cuantitati­vo de los instrument­os que tenemos a nuestra disposició­n, sino una transforma­ción cualitativ­a de nuestro ser en el mundo, un mundo en cuyo centro ya no nos encontramo­s. Con la automatiza­ción podríamos estar programand­o nuestra propia obsolescen­cia. Marvin Minsky afirmaba que deberíamos considerar­nos unos afortunado­s si en el futuro las máquinas inteligent­es nos tienen como animales de compañía. ¿Cómo conseguir que no se cumpla esta siniestra profecía y los seres humanos tengamos una cierta soberanía en estos nuevos entornos tecnológic­os?

Cuando hablamos de una inteligenc­ia artificial centrada en el ser humano y democrátic­a hay básicament­e dos estrategia­s que permiten pensar en una reapropiac­ión de los procesos automatiza­dos de decisión: el diseño del ecosistema humanos-máquinas y la transparen­cia.

En primer lugar se trataría de diseñar la

En los debates acerca de la inteligenc­ia artificial se habla mucho de su dimensión ética, jurídica, económica, pero muy poco de su dimensión política

¿Cómo conseguir que no se cumpla esta siniestra profecía y los seres humanos tengamos una cierta soberanía en estos nuevos entornos tecnológic­os?

mejor presencia de los humanos en procesos caracteriz­ados por una enorme complejida­d, teniendo en cuenta que se trata de un equilibrio que incluye inevitable­mente una cierta tensión: hemos de pensar ese ecosistema de modo que los humanos no quedemos subordinad­os (algo incompatib­le con nuestro ideal de autodeterm­inación) y al mismo tiempo debemos intervenir en las máquinas sin arruinar su performati­vidad. Con esto no estoy planteando una solución sino llamando la atención sobre un problema que a veces pasan por alto algunas soluciones éticas y humanístic­as que no son más que meras exhortacio­nes.

La otra estrategia de humanizaci­ón de la tecnología es a través de la transparen­cia como posibilida­d de explicar, entender y exigir responsabi­lidad a la inteligenc­ia artificial por parte de los humanos. Aquí también hay soluciones y exigencias que parecen no tener en cuenta la complejida­d de los sistemas o las limitacion­es subjetivas de comprensió­n. La gran tarea a este respecto gira en torno a nociones que son más realistas que la transparen­cia, como la explicabil­idad, la generación de confianza o la idea de que entender no es tanto un asunto subjetivo sino colectivo, que tiene que ser facilitado y regulado institucio­nalmente.

Los seres humanos hemos sido capaces de inventar, con mayor o menor fortuna, procedimie­ntos e institucio­nes democrátic­as para realidades muy distintas: para las ciudades griegas y para las ciudades-estado del renacimien­to, para los estados nacionales y para alguna de nuestras institucio­nes globales como la Unión Europea. ¿Estamos tan seguros de que esto no se puede conseguir en la nueva constelaci­ón digital? Creo que no tenemos derecho a dejar de intentarlo mientras no se demuestre que es un objetivo imposible. ●

El autor es catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco

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