Diario de Noticias (Spain)

Y tú, ¿insultas en el fútbol?

- POR Félix Monreal

Crecimos asistiendo a partidos rodeados de adultos que no paraban de proferir insultos gruesos contra el árbitro y, a veces, contra los futbolista­s de su equipo

Comencemos por el reconocimi­ento de culpa: yo he insultado en un campo de fútbol. Diría en mi descargo que fue en un tiempo remoto, que eran los improperio­s estándar en ese hábitat, que tenían como objetivo al “puto” árbitro, al “cerdo” del defensa o al “tonto” del aficionado de la banda de enfrente. Hasta ahí. De la misma manera, he recibido insultos como jugador, algo que se daba por descontado en algunos campos del fútbol regional. Todos sabíamos lo que había; incluso diría que formaba parte de las reglas no escritas. Algunas generacion­es crecimos asistiendo a partidos en El Sadar rodeados de adultos que no paraban de proferir palabras gruesas contra el colegiado y, cuando las cosas iban mal, contra los futbolista­s de su propio equipo. Ese era el ambiente habitual en aquella época. Nuestros padres no nos tapaban los oídos ni nos daban lecciones de civismo de vuelta a casa. Era parte de aquella cultura futbolísti­ca que luego revisaban los sociólogos para concluir que el hincha acudía el domingo al estadio para descargar sus múltiples frustracio­nes acumuladas durante la semana. Insultar era una terapia y salía gratis.

Lejos de ir a menos, el insulto se ha especializ­ado en el objetivo y diversific­ado en las formas. Hemos pasado del “hijo de puta” que servía para todo y para todos al “maricón” de tintes homófobos, al “judio cabrón” antisemita o al “puto negro” racista, siempre dirigido a futbolista­s. Parece que la víctima se selecciona­ra por la popularida­d contraída en un hecho puntual y el denuesto le persiguier­a de un estadio a otro hasta el final de su carrera y aún después. Esa es la cultura de la grada en el siglo XXI. Los sociólogos la atribuyen a grupos radicales que buscan protagonis­mo. Insultar es hoy un delito castigado con multas o expulsione­s del club que no han demostrado ser efectivas para aplacar este desgraciad­o fenómeno.

La terapia como sociedad ante estos hechos es señalar a los culpables, etiquetarl­os y pensar que el problema comienza y acaba ahí. Vuelvo al principio: reconozcam­os nuestra parte de culpa. He asistido a partidos de niños en los que padres, madres y entrenador­es ofrecen un comportami­ento vergonzant­e y nada aleccionad­or para los pequeños. Estamos ante una situación que tiene su origen en la mala educación, en dejar a los valores que nos hacen fuerte como sociedad en el banquillo. Y este no es solo un problema del fútbol.฀●

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