Diario de Noticias (Spain)

LA HIPÉRBOLE

MONUMENTOS EL CAMPEÓN DEL MUNDO, ESTRATOSFÉ­RICO, ARRASA Y CONQUISTA POR SEGUNDO AÑO CONSECUTIV­O LA PARÍS-ROUBAIX POR DELANTE DE PHILIPSEN, SU COMPAÑERO, Y DE PEDERSEN

- César Ortuzar

PAMPLONA – Van der Poel, como el halcón maltés, “está hecho con el material con el que se fabrican los sueños”. Solo desde lo irreal, la fantasía y la fábula se puede tratar de comprender al colosal neerlandés, un fenómeno incataloga­ble. Van der Poel se talló a sí mismo con otra exhibición lisérgica en la París-roubaix. Otro adoquín, el lingote de oro de los Monumentos, para su palmarés. Extraer ese oro no le costó ni un jadeo en meta. Ganó silbando su melodía. Un solo. “He tenido un día muy bueno. Me he sentido muy bien. Es increíble”, dijo tras la coreografí­a de la victoria, la segunda en el Infierno del Norte, su paraíso. Tocó el cielo de nuevo. Permanece en él. No se baja del arcoíris el neerlandés, que batió el récord histórico de la carrera. Completó la París-roubaix a una media de 47,8 kilómetros por hora. Un kilómetro por hora más rápido que en su triunfo del pasado curso. Llegó sin sombra al velódromo. Besó a su chica y vio cómo esprintaba­n Philipsen, Pedersen y Politt. Un espectador más. Había transcurri­do una canción pop, el mejor hit, entre su demostraci­ón y el esfuerzo conmovedor de quienes le rastreaban de oídas. Al igual que en 2023, su compañero fue segundo. Pedersen cerró el cajón. Doblete para el Alpecin, dominante en los tres Monumentos disputados. Philipsen se cobró la Milán-san Remo y Van der Poel arrasó en Flandes y se encumbro en la París-roubaix. Rey de los adoquines.

Después de aplastar a todos sin misericord­ia en el Tour de Flandes, fotocopió el patrón en el Infierno del Norte, el vergel del neerlandés que todo lo puede. Desplegó una alfombra roja para posar con superiorid­ad y condescend­encia. Completó otra performanc­e sin pestañear. La París-roubaix convertida en una pasarela de una prima donna. Hiperbólic­o Van der Poel. Kelly, Museeuw,

Ballerini o Boonen, nombres imprescind­ibles para comprender la historia de la carrera, parecen ciclistas menores. Con la boca cerrada, el neerlandés fue capaz de alcanzar los 60 kilómetros por hora para el despegue sobre el adoquín. Lo nunca visto. Un extraterre­stre. Una marcianada. “No era el plan. Quería endurecer la carrera”, expuso el campeón del Mundo como justifican­te. No hay kryptonita capaz de derrotar a Van der Poel, un volcán en erupción que no suda. Paseó por las nubes. Conquistó su segunda Parísrouba­ix, una carrera legendaria, sin pestañear. No hubo matices. Él y la nada para acumular su sexto Monumento. Ese es el calibre de sus victorias por aplastamie­nto. No existe la maldición del campeón del Mundo para Van der Poel, cada vez más exagerado, fuera de concurso. Hércules. Un Gulliver en Lilliput con tiempo para recrearse y mirar a la cámara mientras daba palmadas al cuadro de su corcel blanco. Se aplaude a sí mismo Van der Poel, que se detonó a 60 kilómetros del velódromo más famosos del ciclismo para construir otra de sus gestas. Campanas de boda para la anunciació­n del neerlandés. El matrimonio con la París-roubaix se intuye próspero. A Van der Poel no le frenó ni la chicane, ese apéndice feo, a modo de una asterisco en pro de la seguridad, de la reducción de la velocidad, que abrió la puerta con sigilo y precaución al icónico Bosque de Arenberg, el tramo de adoquín más famoso de la París-roubaix, el Monumento de las piedras, el que mide la talla de los seres humanos. En el templo del pavés, no existe mayor figura que Van der Poel, un ciclista escultóric­o. En Arenberg, el campeón del Mundo, soltó su primera sacudida desde su inagotable fábrica de vatios. Fue un pequeño anuncio antes de electrocut­ar a todos sus rivales. Una nota al pie de página de su cuaderno de bitácora en la París-roubaix, que se antoja un diario naif. En el pavés de Auchylez-orchies à Bersée la emprendió a pedradas el campeón del Mundo. No se escapó. Desapreció, evaporado, frente a Pedersen. A todos sepultó el tremendo neerlandés, un gigante que levita como un colibrí cada vez que se desliza entre los adoquines, sus amadas piedras. Su fortaleza. Flota Van der Poel, que convierte el pavés en parqué con brillo.

JUEGO DE NIÑOS

Es un coloso capaz de levantar un piano de cola y después tener la sutileza, el conocimien­to y la técnica para interpreta­r a Bach. La París-roubaix es un juego de niños para Van der Poel, un calvario para el resto, impotentes ante semejante superiorid­ad. Moldeado en el barro, en el ciclocross, el neerlandés domina cada huella de su bicicleta, impecable su pericia. Nada frena a Van der Poel, aspecto de boxeador. La espalda cargada, los hombros fuertes y unas piernas que percuten sin desmayo. Un ciclista de época. El clasicóman­o. En la Parísrouba­ix más rápida de la historia, buen tiempo, viento sur, se subrayó el nieto de Poulidor. A Pou Pou se le amaba porque tenía ese halo de los héroes trágicos, de los que compiten al extremo, pero que pierden demasiado. A Van de Poel se le idolatra por ese aura de intocable. De campeón mayúsculo. De estrella del rock pagada de sí misma.

Sin los caídos en combate en A Través de Flandes dos semana atrás, las piedras no parecían tan duras para la mordida del neerlandés, una mala bestia. El brutalismo en bicicleta. Una triturador­a sobre un carril bici. Pintó Van der Poel las piedras de todos los colores del arcoíris. Feliz en su jardín de infancia. Disfruta por las carreteras que son un suplicio para el resto, que les descompone­n. En Van der Poel palpita el ciclismo salvaje, sin domesticar, derrapando por los costados, jugando con las trazadas. A la tremenda no se puede combatir al neerlandés, inalcanzab­le, una huracán. Una fuerza de la naturaleza desatada que todo lo arrasa. Aníbal. Mito y leyenda. El neerlandés es de otro mundo. Van der Poel es una hipérbole.฀●

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Foto: A.s.o./pauline Ballet Mathieu van der Poel rueda por un tramo de adoquín en la París-roubaix.
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Foto: Efe Van der Poel, vencedor en solitario en el velódromo de Roubaix.

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