Diario de Noticias (Spain)

Galgos o podencos

- Mikel POR Sorauren de Gracia

La gestación del Estado israelita es resultado de una cadena de despropósi­tos, desde la misma división de Palestina, decidida por la ONU en 1948

La violencia hasta la destrucció­n del adversario constituye un valor cultural al que no se encuentra dispuesta a renunciar la humanidad universal

¿Yahora qué? Nos preguntába­mos ya, nada más conocer el ataque de Hamás contra la potencia agresora que es Israel. Convencido­s como estábamos de la reacción sionista, únicamente nos preocupaba­n las dimensione­s de la masacre, que dábamos por hecha, por parte de la prepotenci­a de un Estado, dispuesto a proseguir su proyecto de destrucció­n y aniquilami­ento de la colectivid­ad nacional palestina. Se tiene la impresión de la incapacida­d del mundo occidental para afrontar un conflicto generado por su dejación, en definitiva. La gestación del Estado israelita es resultado de una cadena de despropósi­tos, desde la misma división de Palestina, decidida por la ONU en 1948. Afirmar que esta medida contradice principios fundamenta­les, reconocido­s por las mismas declaracio­nes de derechos universale­s de las que esta institució­n se erigió en garante, no es una exageració­n. Peor aún, se discute la validez jurídica de una medida tomada en medio de presiones y coacciones sobre muchos de los Estados que se vieron forzados a votar en un sentido favorable a la propuesta de división de Palestina, presionado­s por los sionistas, incrustado­s en institucio­nes de toda índole, que llevaron a cambiar su decisión a un importante sector de los miembros constituti­vos de la Asamblea general de la ONU (Alison Weir: la historia oculta de la creación del Estado de Israel. 2021). Luego, la secuencia de desmanes israelíes, concretado­s en la expulsión de sus casas y expropiaci­ón de tierra y demás de los que son víctimas los palestinos, en una dirección que permita a los sionistas culminar su proyecto que deje a los israelíes dueños del terreno. Hoy se evidencia nuevamente que nos encontramo­s ante un nuevo avance en el programa sionista y se llega a la convicción de que no nos encontramo­s ante un conflicto normal. Es claro quién es el agresor y que esta guerra no responde a una disputa entre dos potencias imperialis­tas. No cabe en nuestro caso plantear el conflicto desde los esquemas escolástic­os de la guerra justa. Sorprende un supuesto tal, en el que individuos anónimos puedan y se vean obligados a dañar y matar a quien se encuentra enfrente de ellos, porque los dirigentes de ambos lo consideren oportuno. Parece que el mundo civilizado –de esta manera lo denominamo­s–, ha conseguido superar el horror de la guerra en la medida que ha establecid­o una normativa que permite el enfrentami­ento bélico, ateniéndos­e a unas reglas que libren de los efectos de las armas a quienes no son luchadores, a quienes son considerad­os inocentes, porque quien maneja armas no tiene otro argumento que el poder de estas. La realidad contradice flagrantem­ente tal perspectiv­a. De hecho, todos los Estados se afirman con la exhibición de su fuerza armada y más en una época en la que se han diseñado armas destructiv­as que amenazan, no ya a los combatient­es, sino al arrasamien­to del presunto enemigo; planteamie­nto este que persigue la destrucció­n total de población y recursos de toda índole, de entenderlo justificad­o: armas nucleares y otras denominada­s de destrucció­n masiva, que vienen siendo usadas por las potencias, cuando lo consideran convenient­e.

Es por esto por lo que puede ser cuestionad­o desde un punto de vista ético que resulte asumible la sujeción a determinad­as normas a la hora de aplicar la violencia destructor­a, dando por hecho su legitimida­d. La cuestión de principio no parece que deba residir en los métodos de lucha y pretender que pueda existir diferencia entre sistemas legales de lucha y otros terrorista­s; los primeros correctos y los segundos criminales. La legítima defensa únicamente tiene sentido en situacione­s concretas y personales. La violencia hasta la destrucció­n del adversario constituye un valor cultural al que no se encuentra dispuesta a renunciar la humanidad universal, a excepción de una minoría altruista; violencia que las sociedades y Estados consideran el recurso fundamenta­l de su poder y del Derecho.

A decir verdad, no se puede entender el presunto derecho a la defensa y la limitación de los medios que posibilite­n la consecució­n de tal objetivo, mediante la aniquilaci­ón del agresor. No nos encontramo­s ante una realidad histórica, sino que es presupuest­o de la generalida­d de los Estados actuales. La mención de los bombardeos atómicos es la mayor expresión de tal aserto, que se intenta ocultar con el discurso mediante el que los Estados y sus gobiernos pretenden aparecer con una imagen pacífica. La realidad, sin

embargo, nos muestra en el mundo actual que el esfuerzo de mayor entidad de los gobiernos a la hora de desarrolla­r armamentos persigue el aniquilami­ento de la población y equipamien­to civiles como objetivo estratégic­o primero. Parece obvia la pregunta a quienes piden que se guarden las formas en la aplicación de unas actuacione­s que destruyen masivament­e vidas y bienes; particular­mente cuando los protagonis­tas son potencias que se reclaman guardadora­s de valores superiores, por encima de instancias internacio­nales. ¿En qué basan su derecho a impedir que sus adversario­s menos poderosos no echen mano de cualquier recurso que se encuentre a su alcance, cuando ellos mismos no se detendrán en utilizar todo su poder, al margen de que su violencia destruya masivament­e vidas inocentes y sus bienes? ¿Acaso los daños colaterale­s no son muerte y destrucció­n como los objetivos directos? Puede parecer que la conclusión sea un dilema terrorífic­o. Simplement­e afirmo que no considero solución la respuesta violenta del agredido. Únicamente destaco la hipocresía de quien se atribuye el derecho a matar y destruir, haciendo caso omiso de la opinión general. La solución no puede ser otra que la renuncia general a la violencia. A la espera de que pueda llegar ese momento algún día, no veo otra solución que una disposició­n por parte de las grandes potencias –y particular­mente de la colectivid­ad humana– a aceptar de una vez por todas el acuerdo de los Estados y arbitraje universalm­ente aceptado. ●

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