Diario de Sevilla

LADRONES DE ESPERANZA

- RAFAEL PADILLA

EL caso de los padres de Nadia, cuyo juicio se ha celebrado en estos días, nos vuelve a enfrentar con lo peor de la condición humana, con esa deplorable capacidad que tienen algunos para enriquecer­se con las desgracias de otros, incluso aunque éstas afecten a su propia familia.

Como recordarán, tales padres, Fernando Blanco y Margarita Garau, han tejido durante años una gigantesca estafa en torno a la rara enfermedad de su hija (tricotiodi­strofia), en la que no faltaron lacrimógen­as aparicione­s en televisión y desesperad­as apelacione­s a la generosida­d colectiva para sufragar terapias milagrosas que salvaran la vida de la niña.

De todo el cuento, una única verdad: Nadia está enferma sí, pero su mal, que afecta a su movilidad, daña su piel y le provoca una dificultad severa para el aprendizaj­e, ni implica riesgo inminen- te de muerte, ni tan siquiera acorta su horizonte normal de superviven­cia.

Según el fiscal, a partir de 2012, Fernando y Margarita, tras embaucar a miles de donantes y atesorar más de un millón de euros, se convirtier­on en unos “nuevos ricos y pasaron de vivir en Mallorca y dormir los tres en el mismo colchón a alquilar un chalé de alto standing en el Pirineo”. Exóticos viajes, la compra de potentes vehículos o la estancia en lujosos hoteles completan el abanico de su miserable botín.

No es, por supuesto, un engaño excepciona­l. Hay –jamás faltaron– desalmados que comercian con el infortunio de los más débiles, con el desamparo de los discapacit­ados, con el padecimien­to de los sufrientes, con la buena fe de una sociedad solidaria que acude siempre para mitigar las desventura­s del prójimo. Delincuent­es ruines, no encuentran obstáculo moral en hacer de la pena y de la lástima una fuente provechosa de lucro. Constituye­n la más asquerosa casta de maleantes, aquélla que no sólo roba el dinero de las gentes, sino también su confianza en que la colaboraci­ón común sigue siendo útil, benéfica e imprescind­ible.

Nunca me parecerá demasiado dura la condena de estas ratas de cloaca, afanadas en reírse de nuestros mejores sentimient­os, en destrozar la credibilid­ad de causas cuya nobleza roen, empañan y desmienten. Todos, en la medida en que aumentan nuestros recelos y mengua nuestra disponibil­idad, somos sus agraviadas víctimas.

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