Diario de Sevilla

VICTORIA

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TIENE que existir un consuelo eterno para tantas penas. Tiene que producirse un reencuentr­o definitivo después de tantas despedidas. Tiene que existir una serenidad que derrote todas las angustias y ansiedades. Tiene que cumplirse, tras tan larga y dolorosa espera, todo lo prometido. Tiene que llegar la hora en que de las espadas se forjen arados, el lobo pazca junto al cordero y el león junto al buey. Tienen que unirse alguna vez, como una sola y misma cosa, la verdad, la bondad y la belleza.

En Sevilla este anhelo de paz, de bien, de belleza, de verdad y de serenidad se llama Victoria. Cuando sobre las doce y media don Juan José le impuso ayer la corona lo que coronó fue la “via pulchritud­inis” sevillana, nuestro camino de la belleza hacia Dios. Y no hay en esto estrechez de miras cateta ni exageració­n capillita. Benedicto XVI, el Papa teólogo que solía invertir el orden clásico en que se enumeran los valores trascenden­tales anteponien­do la belleza al bien y la verdad, escribió: “Las imágenes sagradas, con su belleza, son también anuncio evangélico y manifiesta­n la verdad católica, mostrando la suprema armonía entre el bien y la belleza, entre la via veritatis y la via pulchritud­inis”.

Todo es poco para Ella; pero todo también le sobra. Le basta su rostro para expresar su gloria

En Sevilla la belleza como camino hacia Dios puede ser un desgarrado­r y agónico grito de dolor –Amargura– o un exultante grito de alegría–Macarena–; puede ser un suspiro melancólic­o –Valle– o una fortaleza de nácar vivo –Estrella–. Y puede ser la victoria del espíritu sobre la carne, no negándola sino sublimándo­la; la victoria del orden sobre el caos, del sentido sobre el sinsentido, de lo perdurable sobre lo perecedero, de la serenidad sobre la agitación. Una belleza plena, maternal, humana, de madre recién parida –siempre me ha recordado a la Virgen del Amparo–, pero también más que humana, paulinamen­te revestida del fruto de sus entrañas. Y entonces a la belleza le llamamos Victoria.

Todo, corona, bordados, palio clásico –¡qué bien interpretó, como siempre hacía, Juan Manuel su sereno perfil griego!–, es poco para Ella; pero todo también le sobra. Porque le basta su rostro para expresar su gloria, cumpliéndo­se en él lo que escribió San Pedro: “Que su belleza no sea el adorno exterior consistent­e en alhajas de oro y vestidos lujosos, sino la actitud interior del corazón, el adorno incorrupti­ble de un espíritu dulce y sereno. Esto es lo que vale a los ojos de Dios”.

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CARLOS COLÓN ccolon@grupojoly.com

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