Diario de Sevilla

Luz de Trento

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escuela de Murillo de Enrique Valdivieso, así como la reedición de La fortuna de Murillo, de García Felguera. A dicha progenie viene a añadirse este han guardado ambos desde mediados del XVII.

En este sentido, conviene recordar que fue el arcediano de la Catedral quien en 1655 pide permiso al cabildo para colgar a su costa dos obras de Murillo –el San Isidoro y el San Leandro, hoy en la Sacristía Mayor–. A partir de ahí, y siempre siguiendo a Angulo Íñiguez, vendría su aparatoso y soberbio San Antonio de Padua, destinado a presidir el baptisteri­o, así como El Ángel de la Guarda o los extraordin­arios tondos en madera de la Sala Capitular. Queda clara, en cualquier caso, la naturaleza religiosa, trentina, de gran parte de la pintura murillesca, y su estrecha vinculació­n con la Sevilla crepuscula­r, azotada por la peste, que co-

noció Murillo. Una pintura, por ello mismo, compasiva y humanísima, muy lejos de la compunción y el vértigo de Valdés Leal, y en la que es fácil señalar su estrecha relación con la literatura del siglo anterior. Concretame­nte, con el Lázaro de Tormes que alumbra y destaca, sobre la oscuridad de su época, la afligida existencia del pícaro. Con lo cual, si Murillo fue “luz de Trento”, no quiso ser ni “martillo de herejes” ni “espada de Roma”. La sobrecoged­ora cordialida­d de Murillo, aquella que lo condenaría al olvido, viene movida por la compasión, no por la culpa y el arrepentim­iento.

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