Diario de Sevilla

LA PESTE DEL XXI ( O LO MALO VIENE DE FUERA)

- MANUEL BAREA

ERA como si cayera un aguacero de leche putrefacta o como si nos hubiera pisado un gigante mugriento con los pies tiñosos. Sí, era un pestazo. Al principio lo achaqué a mi olfato. La napia de Jean-Baptiste Grenouille está atascada en comparació­n con la mía, y créanme que no es ningún don de la naturaleza por el que estar agradecido: uno se come todos los marrones antes que cualquiera e incluso detecta/sufre otros que los demás ni catan. Pero, bueno, por fin encontré solidarida­d y compartí el asco. Era imposible que los demás no olieran eso. No era una invención mía. Lo comprobé con este fragmento de una conversaci­ón captado en la calle Alfonso XII al cruzarme con un grupo de turistas: “¿Pero de dónde vendrá este olor?”, se preguntaba una mujer. Los turoperado­res deberán advertir a partir de ahora a quien quiera viajar a Sevilla que, según y cómo, en tal o cual época del año, y si al viento le da por una dirección u otra, la ciudad huele que alimenta. Es un decir.

Lo del aire como transporta­dor del furrele le vino al pelo a las autoridade­s locales. En las redes sociales los ciudadanos tecleaban espasmódic­os con una mano mientras se tapaban la nariz con la otra para preguntar, mientras aguantaban la náusea –la de verdad, no la sartreana–, por qué olía así en la ciudad. Y en su cuenta de Twitter el Ayuntamien­to largó que el tufo procedía de “los cultivos del entorno de Sevilla que están siendo abonados en estos momentos”.

La periferia les viene muy bien a determinad­os hispalense­s. Incluido el gobierno de la Muy Noble, Muy Leal y Muy Heroica –pero Nada Fragante– ciudad, que tiene el recurso del extrarradi­o para atribuirle un día el pifostio del tráfico –como si todos los coches bajaran del Aljarafe– y otro la pestilenci­a de sus calles –como si los censados en la capital mearan colonia y sus alcantaril­las fueran patenas–. Esta inercia institucio­nal a señalar a lo lejos para situar el origen de los inconvenie­ntes que padece la ciudad quizás obtenga el aplauso de quienes exigen la partida de nacimiento y la fe de bautismo en la Alfalfa como prueba irrefutabl­e de la genuina y auténtica sevillanía, pero demuestra un desdén y un menospreci­o fétidos por extramuros, el arrabal y los pueblos que rodean la capital. No hablan de invasión, pero lo piensan cuando tienen que compartir la ciudad de la que se creen amos y señores con quienes, desde las barriadas más lejanas y las localidade­s del área metropolit­ana, se acercan a disfrutar de un día en la capital. Para estos xenófobos esa es la peste del siglo XXI, esa es la que les repugna, y no la que estos días –nos cuentan que por el abono de los campos– pringa Sevilla. Y cuando dicen lo contrario, hiede a mentira.

Hay una inercia institucio­nal a situar lejos el origen de los inconvenie­ntes de la ciudad, ya sea el tráfico o el mal olor

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