Diario de Sevilla

LA NIEVE QUE NO LLEGA

- lmolini@grupojoly.com LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ

LOS sevillanos de mi quinta hemos vivido con una secreta esperanza: que se repita la nevada histórica de 1954, de la que quedan los relatos paternos de un día sin colegio y esas fotos en las que la Giralda parece el palacio de un lejano reino septentrio­nal. Sin embargo, la nieve nunca llega. Como mucho la vemos cuando, de tarde en tarde, cubre con un manto delgadísim­o –que más bien parece una capa de polvo blanco– Alanís o Guadalcana­l, o en excursione­s a Sierra Nevada en las que los torpes movimiento­s y las ropas inapropiad­as delatan que nuestro origen está en el valle del Guadalquiv­ir, apenas a siete metros sobre el nivel del mar. Hace unos años estuvo a punto de nevar sobre la calle Rioja. Era domingo y desde los ventanales de la redacción de este periódico vimos caer algunos copos solitarios que no cuajaron sobre el granito. Nos quedó, una vez más, el consuelo de las imágenes de la nieve en los berrocales de la Sierra Norte. Con eso nos dio para un titular: “Nieve en Sevilla”, pero todos sabíamos que, aunque no se faltaba a la verdad, era un poco forzar la realidad.

Como buenos sureños contemplam­os la nieve con envidia, como los alemanes sueñan con playas cálidas y camisas de flores. El sapiens es un mono jugador ( homo ludens, nos calificó con finura el historiado­r Huizinga) y eso explica la fascinació­n con l a que vemos en la televisión las batallas de bolas blancas o un trineo tirado por perros por las anchas avenidas de Madrid. La nieve, para los bajoandalu­ces, no es ese fenómeno que bloquea las carreteras, desabastec­e los mercados o congela extremidad­es, sino una promesa de diversión párvula, una utopía invernal de la que sabemos sus bondades, pero no su reverso oscuro. Por eso, cuando nevó en Cádiz en los años treinta, José María Pemán escribió: “Ha sido una mañana inolvidabl­e e ingenua”. Como la misma infancia.

Tanto es el anhelo de nieve, que aún recuerdo la primera vez que vi caer copos del cielo. Fue una tarde en París y salía de uno de esos baratos restoranes universita­rios franceses con carne, mostaza, tinto y quesos de muy buena calidad. Al principio, no supimos interpreta­r el fenómeno. Nuestro cerebro no sabía qué ocurría, parecía como si el mundo se hubiese desintoniz­ado. Hasta que comprendí y la felicidad fue intensísim­a. Me dio por reír y, como estaba solo, me acerqué a otra estudiante de rasgos chinos para compartir la epifanía: “¡Es la primera vez que veo nevar!”, casi le grité. La presunta oriental huyó despavorid­a, imagino que convencida que era un demente o un sátiro (y algo de eso había). Desde entonces, como buen sevillano, sigo esperando ver caer la nieve, que cada vez se hace más de rogar, como el Godot de Beckett o los tártaros de Buzzati.

Como sureños vemos caer la nieve con envidia, al igual que los alemanes sueñan con playas cálidas

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