MAÑANA DE NIEBLA EN SAGASTA
Mccolon@grupojoly.com AÑANA de niebla en calle Sagasta. Densa humedad. Brillo de suelos mojados. Ligero serpenteo de fachadas –primero la barroca de San Juan de Dios, después las rotundamente burguesas con cierto pesante aire madrileño– rematado por el quiebro de las cuatro esquinas de San José dejando ver la fachada y la espadaña de la capillita que, junto al Sagrario de Santa Catalina, tal vez sea la más hermosa gruta barroca de Sevilla. La niebla desdibuja los contornos creando una sensación de vida suspendida y tiempo detenido. Hay anclajes en la perspectiva levemente sinuosa de esta hermosa calle, afortunadamente tan bien conservada. Anclajes para la memoria. Al fondo parece entreverse Casa Calvillo. En los números 28 y 30 podrían alumbrar en esta mañana brumosa, callada y húmeda las luces de los escaparates de El Rosario de Oro, donde se compraban los misales de primera comunión con tapas nacaradas y los pequeños Kempis que se regalaban a los niños. El fantasma del reloj de Torner sobresale de la fachada de San Juan de Dios. Pero no tiene agujas, como el del sueño del viejo profesor de Fresas salvajes.
Sevilla nos arroja al ruedo del tiempo sin capote ni muleta que permitan el engaño
Quedan, por orden de antigüedad, el puesto de flores, Galán y la lotería que llevan allí desde 1880, 1905 y 1919… Y poco más. ¡Qué pocos puertos ofrece esta ciudad a los recuerdos! No son los monumentos quienes sirven de ancla y puerto a la memoria. Son los bares, las tiendas de ultramarinos o de tejidos, las librerías, los teatros, los cines y todo cuanto hace el paisaje cotidiano de una ciudad. Antes duraban más, generaciones incluso. Era una cosa seria un negocio. Algo creado con la voluntad de durar. Hasta en las cuidadas decoraciones de fachadas y escaparates se manifestaba esta voluntad de permanencia. El tiempo hacía su trabajo. Iban y venían clientes, propietarios y dependientes. Pero el negocio perduraba. Un día aparecía el cartelito de “cerrado por defunción”, al siguiente abría y la vida continuaba. Los hijos y los nietos podían ver una película, tomarse una cerveza o comprarse un libro donde lo habían hecho sus padres y sus abuelos. Los negocios hacían familiar el perfil de las calles, sus escaparates eran espejos en los que reconocernos tal como éramos, el acogimiento de sus hermosos vestíbulos, salones o mostradores templaban la embestida del tiempo. Los hemos perdido. Sevilla nos arroja al ruedo del tiempo sin capote ni muleta que permitan el engaño.