Los nuestros se mueren
● Cada vez ocurre con más frecuencia. Te cruzas mensajes con alguien que a los pocos días se ha muerto por coronavirus. Y sus mensajes se quedan en tu teléfono móvil como lamparillas de la memoria
UN lunes recibes el mensaje de una persona con toda naturalidad, con ese encanto de los usos rutinarios que sólo se echa en falta cuando se pierde, y a la semana siguiente esa persona se ha muerto por coronavirus. Repasas la lista de mensajes y no das crédito. Este virus es puro Valdés Leal. In ictu oculi. La gente se muere con rapidez, con celeridad, a paso de mudá: empresarios, pintores, obispos, abogados, militares, médicos, nobles, policías… Ocurre ahora que cada vez conocemos a más y más contagiados, y a más y más muertos, cada vez son más próximos a nosotros, cada vez tenemos en nuestro teléfono mensajes más frescos de quienes ya no nos podrán mandar ninguno más. Y guardamos esos mensajes como esquelas particulares. Un muerto vive en nuestro recuerdo y en nuestros mensajes. Guardas la foto que te mandó cuando rezaba ante el Gran Poder, su felicitación de Navidad, su comentario crítico por algo que escribiste, sus palabras generosas de gratitud, su ref lexión cuando paseó por el centro y se acordó de ti al ver una casa mal rehabilitada… Guardas todo eso de cada vez más gente muerta. Mueves el dedo por la pantalla del teléfono y ahí están los vivos con los muertos, todos mezclados en un aparato tan aparentemente frío que con esta pandemia se ha convertido en una suerte de columbario de letras, mensajes y emociones.
Antes recordabas cuándo fue la última vez que viste a quien se acababa de morir. Ahora buscas su último mensaje y lo conservas como una reliquia, como una lamparilla siempre encendida en su memoria. Y te estremeces al comprobar que su autor murió a los pocos días de escribir aquello. Pocas cosas tan relacionadas, vinculadas y ligadas a la vida que la muerte. En un plisplás, en una chicotá de las que no veremos esta Semana Santa, en ese abrir y cerrar de ojos que se exhibe en los óleos de Iglesia de San Jorge, en un instante, en un chisporroteo… la vida que ves se convierte en muerte. La muerte ronda estos tiempos como nunca recuerdan los que hoy pueblan este mundo. Nadie nunca ha vivido esto antes. La muerte está en el centro y en los barrios, en las provincias y las capitales, en las localidades de costa y en las de interior. Nunca como ahora salen tanto los pueblos, los pequeños municipios y hasta las pedanías, en las informaciones sobre el avance del virus. El coronavirus nos ha empequeñecido de alguna forma, nos ha puesto de bruces contra nuestra vulnerabilidad. Porque ha fallado todo: desde las grandes potencias (Estados Unidos, la Unión Europea, China…) hasta los pequeños gobiernos. Somos diminutos, nos están zarandeando como nunca. Sentimos el virus tan cerca, el pitón acaricia nuestra ingle, el aliento de la guadaña embadurna nuestra nuca, que nos ha tocado convivir con el pánico en el autobús, en la oficina, en la iglesia, en el bar de cabecera.
Recuerdas a personas adultas, responsables, de vida cotidiana saludable, de hábitos prudentes… Y t ambién se han muerto. Se han esfumado de pronto, en cuestión de días. Hay vacuna, pero estamos peor, mucho peor que hace once meses. Nuestra esperanza no son los gobiernos, débiles e incapaces de ejercer la autoridad, sino que el proceso de vacunación se acelere de una vez, que los pícaros y trileros del negocio farmacéutico se sacien y la gente normal pueda acceder a una protección plena. A la hora de la verdad no nos protegen los políticos, sino los científicos. Sólo la vacuna y un buen antiviral harán posible que la vida vuelvan al orden anterior, que los hijos entierren de nuevo a los padres, que los virus no maten a gente con salud, que la vida vuelva a ser esa suma de vivencias en la que la muerte existe, claro que existe, pero no forma parte de nuestro quehacer cotidiano, no altera nuestro calendario de fiestas, tan importante en lo emocional, no se sienta a tomar café con nosotros y no extiende un manto de tristeza sobre las ciudades. Podemos vivir con prudencia, pero no metidos en un burladero. Esta pandemia acaso tendrá dos efectos positivos: saber que la ciencia funciona hasta con prisas, sin la cacareada paciencia, y que habrá una generación más dura y acostumbrada a confinamientos y sacrificios. La comodidad debilita y la dureza curte.
Vivimos días de muerte. Dicen que saldremos de esta angustia y que seremos la reedición de aquellos que protagonizaron los felices años 20 de la pasada centuria, que volveremos a llenar los aeropuertos y hoteles, las calles, las f iestas y las romerías… Hasta el arte tendrá que recoger la evolución del pánico a la felicidad. Auguran que habrá una explosión económica porque en esta crisis el dinero no ha desaparecido, tan sólo está paralizado en depósitos en una España que ahorra más que nunca. De momento nada de eso existe. Sabemos que está a la orden del día morir en Sevilla. Algunos pensaban que el estado del bienestar, la pujanza de la clase media, el mundo tal como lo habíamos conocido, era eterno. Que la moda era solo cuestión de trajes. Se están muriendo los nuestros. Y hemos tardado once meses en enterarnos. Era más cómo mirar hacia otro lado, hablar del fútbol y no creer que la muerte puede viajar en un autobús de Tussam. Hay cosas que no sólo ocurren en Madrid, sino en tu misma calle.
No es algo ajeno, ni lejano. Vivir en tiempos del coronavirus es estar expuesto a morir