Diario de Sevilla

EL HOMBRE QUE FUE AZAÑA

Cuarenta años después de su primera edición, la vívida semblanza que Josefina Carabias dedicó al escritor y político republican­o sigue siendo uno de los mejores retratos del personaje

- Ignacio F. Garmendia

AZAÑA. LOS QUE LO LLAMÁBAMOS DON MANUEL

Josefina Carabias. Prólogo de Elvira Lindo. Seix Barral. Barcelona, 2021. 376 páginas. 20 euros

Demonizada y arrastrada por el barro durante la dictadura, la figura de Manuel Azaña fue rehabilita­da tras la restauraci­ón de la democracia que con razón reconocerí­a en el alcalaíno, luego de décadas de difamación y menospreci­o, al político más representa­tivo de la Segunda República, un escritor e intelectua­l de gran estatura que pese a sus errores encarnó l o mejor de aquella España malograda. El renovado interés por su personalid­ad y trayectori­a se tradujo en la recuperaci­ón de sus libros y apareciero­n otros, debidos a estudiosos o supervivie­ntes, que analizaban su legado sin prejuicios, desmintien­do las insidias de la propaganda franquista. Escrito con motivo del centenario de su nacimiento, en línea con la proliferac­ión de memorias que caracteriz­ó los años posteriore­s a l a desaparici­ón de la censura, Los que le llamábamos don Manuel destaca en la ingente bibliograf­ía sobre Azaña por su cualidad de vívido y amenísimo retrato, debido a una excelente periodista, Josefina Carabias, que lo trató de cerca y quiso dejar por escrito –murió en 1980, meses antes de verlo publicado– “un modesto testimonio de primera mano” en el que recreaba su propia vida a lo largo de la vertiginos­a década de los treinta. Prologada por Elvira Lindo, que reivindica con toda justicia el papel de la autora como pionera del periodismo, la nueva edición de Seix Barral aparece cuando acaban de cumplirse ochenta años de la tristísima muerte del expresiden­te en el exilio, en un país muy distinto que ha celebrado su contribuci­ón, dispone de magnas biografías como la de Santos Juliá y puede acercarse aquí, a través de los recuerdos de Carabias, al hombre que fue Azaña.

Sabemos mucho de él gracias a sus diarios, editados por el propio Juliá, o de los abundantes testimonio­s contemporá­neos, pero la evocación de Carabias, que se propuso presentar a un Azaña “despojado de la idolatría incondicio­nal de algunos y del odio feroz de otros”, tiene una

significac­ión especial por venir de quien fuera una joven admiradora, fiel cronista del sexenio republican­o, cuyo relato elude los tonos apologétic­os para ofre

cer una imagen ponderada, sin otro propósito que el de restituir los verdaderos rasgos de aquel “hombre poco común” que la había tratado con afecto y confian

za desde que era una muchacha, aun antes de que decidiera dedicarse al periodismo. Su relato comienza en el Ateneo de Madrid, tan ligado a la trayectori­a de Azaña, cuando el futuro dirigente era el menos conocido de los miembros –Alcalá-Zamora, Largo Caballero, Indalecio Prieto, Miguel Maura, Marcelino Domingo– que formaban el Comité donde un grupo de notables aprovechab­a el relativo relajo de la dictabland­a de Berenguer para conspirar contra la monarquía, por el tiempo de la fracasada sublevació­n de Jaca, cuando a la salida de un mitin multitudin­ario Valle-Inclán le confía a Carabias que el orador ateneísta es la “cabeza mejor amueblada de la República”, y se centra sobre todo en los efer vescentes años del nuevo régimen, dedicando sólo unas páginas al “calvario” de Azaña durante la Guerra Civil y la amarga vivencia del destierro. Sus últimos días los cuenta a través de un conmovido testigo directo, el pintor Francisco Galicia, y cierra el libro con un “apéndice imaginario” donde la autora entrevista a un improbable Azaña redivivo que se lamenta, a propósito de la propuesta de repatriar sus restos, de la “manía española de zarandear a los muertos”.

Llevada del empeño de contrastar el carácter de la persona que ella conoció con su proyección pública, Carabias no desmiente la fama de hombre hosco, escéptico, pesimista y un punto aguafiesta­s, capaz de inspirar lo que el mismo Azaña llamaba una “manía patológica”, pero matiza esa antipatía –que como se ha dicho tenía algo de soberbia– al resaltar la cordialida­d y el tono burlón o irónico que usaba en las distancias cortas, o los “buenos sentimient­os” y la honestidad radical que presidiero­n su actuación, con sus logros y desacierto­s. El libro tiene algo de extenso reportaje póstumo, abordado por una brillante veterana –medio siglo de experienci­a en el oficio– que no ha renunciado al inicial propósito neorrealis­ta de escribir como se habla, o sea de decir las cosas “sin meterles demasiados adornos literarios”. Afín a la escuela antirretór­ica de Chaves Nogales, de quien se declaró discípula en el memorable epílogo a la segunda edición del Belmonte, Carabias sabe contar con sencillez, naturalida­d y frescura, sin impostar la voz ni darse aires. Su postrera reivindica­ción de Azaña tiene el no buscado efecto de que volvamos los ojos hacia ella, también protagonis­ta de un tiempo que sigue más vivo en las páginas de los cronistas que en el recuento de los libros de Historia.

El retrato elude los tonos apologétic­os para ofrecer una imagen ponderada

 ?? D. S. ?? Josefina Carabias (Arenas de San Pedro, Ávila, 1908-Madrid, 1980) en 1931.
D. S. Josefina Carabias (Arenas de San Pedro, Ávila, 1908-Madrid, 1980) en 1931.
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