Diario de Sevilla

EL DEMONIO MERIDIANO

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LAS grandes desgracias de la historia, guerras, epidemias o hambrunas, no dejaban lugar al aburrimien­to; todas las energías humanas se movilizaba­n para superar la adversidad. Sorprende que en esta pandemia el aburrimien­to –y sus consecuenc­ias– se haya manifestad­o con su confinamie­nto. Mientras en unos ha cobrado un potencial revolucion­ario como motor de cambio, otros lo han vivido como un mal existencia­l, un fatal letargo. Más allá de soñar con el regreso a la normalidad, la parada ha ofrecido una oportunida­d para pensar, replantear cosas, leer o escribir, como hizo el autor del libro que más abajo se reseña.

Cuando se formaron las primeras comunidade­s anacoretas del siglo IV en la Tebaida, los monjes descubrier­on que al mediodía, después de largas horas de ayuno, cuando el sol aprieta desde lo más alto del horizonte, experiment­aban lo que creían argucias del demonio: una falta de empuje para continuar sus rezos. Así, durante el canto del oficio divino, se apoderaba de ellos la tristeza, un fallo de voluntad por el que sentían infiltrars­e las tentacione­s. Al maléfico inf lujo se denominó demonio meridiano, expresión introducid­a en el siglo V con la traducción de la Biblia al latín. El monje sentía, al invocar sus alabanzas, lo que hoy llamamos aburrimien­to. En la Edad Media –salvo estos monjes– nadie lo conocía; apareció en la Edad Moderna. Si para el monje el aburrimien­to o la incapacida­d para meditar, para permanecer a solas consigo mismo, era causa de dispersión (fuente de pecado), para el moderno lo es el silencio, la atención, la ausencia de dispersión, de diversión, no sentirse entre-tenido o entre las cosas.

El mediodía se ha identifica­do en la literatura con la plenitud de la vida humana, que Aristótele­s sitúa en torno a los cuarenta años, y el escritor J. Gomá retrasa, siguiendo el testimonio de don Quijote, “a la edad que frisa con los cincuenta”, etapa de la existencia en la que no es raro que surjan tanto el tedio ante la perspectiv­a de permanecer en las rutinas, como el ansia por satisfacer inmoderado­s deseos de novedad. R. Alvira lo vió claro: “Vivir no llega a ser problema más que cuando ya no es problemáti­co vivir”. En realidad, la experienci­a enseña que el aburrimien­to más profundo aparece con el agotamient­o de toda diversión. Hemos demostrado fortaleza ante las calamidade­s de la historia, y también una extrema fragilidad en el aburrimien­to. Si bien la presente desgracia histórica ha herido, entre otras cosas, el humano afán de inmortalid­ad, queda por aclarar nuestra responsabi­lidad en su estallido.

No caeré en filípicas, no en el fácil recurso de arremeter contra el ser humano. Pues ha llegado a mis manos un hermoso libro del escritor F. Rodríguez Valls publicado en la recién nacida editorial sevillana Senderos, y en cuya introducci­ón confiesa que destinó el confinamie­nto a su familia y a escribirlo. No es una ref lexión de actualidad sociopolít­ica o económica. En tiempo de penumbras ¿Qué es la antropolog­ía?, lejos de ser un mero estado de la cuestión, es un ensayo luminoso que ofrece las posibilida­des de grandeza y miseria del ser humano y, ante todo, una exploració­n fascinante de las dimensione­s de la subjetivid­ad humana, categorías desde las que el autor percibe, sin artificios retóricos, las posibilida­des de una “existencia auténtica”, sin ocultar que la vida pueda ser una experienci­a problemáti­ca: “Cuando el tedio se apodera del alma, la inmoviliza”.

Parece que nuestro filósofo, apartado en aquellos meses de los muros de la Academia, en el silencio de su estudio, escuchó el misterioso murmullo de los manantiale­s interiores y ha logrado comunicar verdades profundas del ser humano, sin acusar a éste por sus errores, y sin poner en conf licto las verdades de su sangre, y al mismo tiempo sin faltar al rigor, la precisión y la galanura literaria. Aunque en su limitada libertad, uno puede renunciar al mal innecesari­o, nada garantiza la fortaleza ante el aburrimien­to o la mediocrida­d de la vida, ya sea la falta de belleza de la última estación de cada destino humano, ya la amistad traicionad­a, el amor no correspond­ido… Sin embargo, el libro propone fabular un futuro con los mimbres de la estructura antropológ­ica, y descubre la posibilida­d –ontológica, sí– con la que realizar el proyecto. Su deliciosa lectura me ha recordado aquel fragmento del capítulo XVIII del Quijote, que mi padre nos recitaba de memoria, en el que el hidalgo, después de renunciar a su triste existencia para correr mundo, dice a Sancho: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”. Así sea.

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ROSELL
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ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

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