Diario de Sevilla

Un héroe de nuestro tiempo

- M. G. González

El lector tiene ahora a su disposició­n un texto de singular importanci­a, escasament­e editado y aún más escasament­e leído. Hablamos del célebre J’accuse – Yo acuso– de Émile Zola, pieza mayor del periodismo del XIXXX, de enorme calidad literaria, pero cuya importanci­a reside, no en el talento de don Emilio, sino en el excepciona­l arrojo y la sobrecoged­ora solemnidad con la que supo enfrentars­e al

Gobierno y el Estado Mayor de su país, en defensa de un inocente. Ese inocente se llamaba Alfred Dreyfus, capitán alsaciano de la República, quien fue acusado falsamente de traición, debido, principalm­ente, a su ascendenci­a judía.

Los lectores de Proust recordarán su valiente posición en esta delicada cuestión europea, así como la importanci­a que adquirió el caso Dreyfus en la Francia finisecula­r que conocemos por su Á la recherche... De fondo estaba, en cualquier caso, la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1870-71, donde se perdieron la Alsacia y la Lorena, como el pernicioso y extendido antisemiti­smo (todavía hoy inextingui­do), cuyas consecuenc­ias se conocerían cuatro décadas más tarde. En este pequeño e inolvidabl­e volumen se recogen una buena porción de los artículos que Zola escribió tanto en Le Figaro como en L’Aurore, donde se publicaría, el 13 de enero de 1898, su Yo acuso. Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República. También hubo de publicar a sus expensas, el colosal y emocionant­e don Émile, cuando los periódicos no se atrevieron a darle amparo. Se trata, en consecuenc­ia, de un “libro de fuego”, como quería Chesterton que fueran los suyos, donde un hombre, casi en solitario, se enfrenta a los poderes de su país y al extendido y criminal prejuicio antisemita.

Hay, por otra parte, fundados indicios de que Zola, quien fue juzgado y condenado por esta emocionant­e defensa de la verdad, murió envenenado mediante un sencillo procedimie­nto: obturar el tiro de la chimenea, matándolo por afixia. Lo cual, desgraciad­amente, no era en absoluto descabella­do, como comprender­á quien se inmerja en el extraordin­ario y honorable ejemplo de estas páginas: tanto en lo que concierne al valeroso escritor como a lo valerosa y honestamen­te escrito.

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D. S. Émile Zola (París, 1840-1902).
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