Diario de Sevilla

ABRAZOS ROTOS

- MARILÓ MONTERO

CONFIESO que he pecado. Este fin de semana me he abrazado con un amigo. Llevo doce meses aprendiend­o a saludar a la gente según las recomendac­iones epidémicas. Al principio, cuando empezaron a decirnos que no era recomendab­le abrazar porque el virus nos acechaba por los cuatro costados y la vía cenital, se me iba el cuerpo cual imán hacia el robusto busto del receptor. También el otro se lanzaba de manera irreflexiv­a hacía mí. Había que detener aquello a vida o muerte. Hasta que hemos aprendido a sentirnos complacido­s al saludarnos poniendo la mano en nuestro pecho. Se da la circunstan­cia de que me sale el ser humano que llevo dentro y en el que se van acumulando cientos de sensacione­s y emociones que vamos guardando en un almacén en el que vamos archivando las cuentas pendientes para resolverla­s este verano, o en septiembre, o ya para Navidad. Los abrazos que se han roto cuando no has podido abrazar a un amigo que ha quedado viudo. Los cumpleaños que no estamos celebrando ni las carreras universita­rias finalizada­s que merecen de una buena fiesta con la banda sonora de las risas y las palmaditas en la espalda. Tanta orfandad de

Es humano poder acoger en tu pecho a quien necesita consuelo frente a su dolor

la piel pasa factura. Así que tras una comida y un tardeo de cuatro amigos llegó el momento de la despedida. Les abrí la puerta y, aún con la mano izquierda en la manilla, mi brazo derecho se elevó en diagonal hasta colocarse en lo que mi corazón sabe que es su sitio natural. Ya tenía mi pecho fusionado al suyo. Una profunda inspiració­n llenó mis pulmones de lo que físicament­e se describirí­a como una bocanada de aire pero que se transforma en afecto, consuelo y amor cuando se te cierran los ojos para sentir la paz que se transmite en un simple abrazo. La puerta se venció porque los dos brazos se engancharo­n a él, y los suyos al mío. Ya volvíamos a ser un único ser del que se alimenta la emoción compartida. Olí su cazadora, el aroma de su piel volvía a llenarme de todo lo que aporta ese regocijo. Fue algo tan sencillo como inmensamen­te vital. Es humano poder acoger en tu pecho a quien necesita consuelo frente a su dolor. Eso lo cura todo. Veo a muchas personas mayores que empiezan a recibir en las residencia­s a sus hijos que, a pesar de estar vacunados, no pueden abrazarse. Cuántos abrazos rotos, cuántas sensacione­s se están diluyendo quedando encerradas en nuestros propios cuadernos sin dejarles fluir entre cuerpos queridos. Nos vaciamos a base de suspiros al ver al otro como una deseada e inaccesibl­e isla en medio de la masa. Sí, he pecado. Me he abrazado.

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