DIARIO DE B.
ENTRE esos recuerdos de nuestra biografía a los que todos volvemos con bochorno e incredulidad, como si ya sólo nos uniera un parentesco lejano con aquel muchacho que fuimos, yo evoco a veces un relato tremendista que escribí cuando era ese adolescente desubicado del que les he hablado alguna vez. Se titulaba Autodestrucción y no se adscribía precisamente al género de la comedia romántica. La premisa iba de un suicida que en su agonía observaba los movimientos de una rata. Una delicia de argumento, sí, no sé cómo a Lubitsch no se le ocurrió antes. En dramatismo no me ganaba nadie. Y yo, que tenía por entonces quince años, veía esa premisa lo más normal del mundo, como si estuviese describiendo a unos personajes que toman café o hacen la cosa más anodina. “Ratas, yo os comprendo, porque sois de mi parte chunga”, cantaban los Pata Negra, y chungo estaba yo también un poquito, no lo voy a negar. Mi hermana asegura que en mi juventud sólo me inspiraban las desgracias y las oscuridades, y está feo contradecir a una hermana en público, así que le daré la razón. Me temo que Casandra, y mira que era ceniza la mujer, parecería una frívola y una despreocupada a mi lado.
Han transcurrido tres décadas de aquello, y, como dicen las madres, a mí me han dado la vuelta como a un calcetín, y a veces temo incluso que me he convertido en uno colorido, con dibujitos de aguacates o de comecocos, de esos que llevan los hipsters. Hoy creo que la escritura también puede alumbrar, y en estos días que de nuevo el país está tan bronco –perdón, que prometí no hablarles de política– me había propuesto ir hacía la luz, como le indicaban en Poltergeist a la pobre Carol Anne (que yo siempre pensé que se llamaba Caroline, por cierto). Me había
apuntado algunas historias que me procuraron cierta emoción para exponerlas aquí a modo de diario. No fue nada aparatoso, que lo de hacer puenting y escalada se lo dejo a otros más valientes, pero yo sentí esos pequeños gestos como triunfos: con ellos olvidé el cansancio y la tristeza que arrastramos. Pasear por el parque con una amiga, por ejemplo. Encontrar Me enamoré de una bruja en el canal TCM. Leer a Wodehouse, vivir por unas horas en su humor amable y exquisito. Comprar quesos. Entrevistar a un especialista en Fitzgerald. Hacer pisto. Escuchar en bucle La chanson de Maxence, de Michel Legrand. Asistir (virtualmente) a un curso que cada semana espero con ilusión. O volver a ese libro de recetas de Grecia. Atrapar, en definitiva, la vida que reservan los días, las horas, todo aquello –sencillo y al mismo tiempo prodigioso– que hagamos. Se lo debemos a los que se han ido. Y de algún modo nos lo debemos a nosotros.
Sentí esos pequeños gestos como triunfos: con ellos olvidé el cansancio y la tristeza que arrastramos de estos meses