Diario de Sevilla

DIARIO DE B.

- BRAULIO ORTIZ

ENTRE esos recuerdos de nuestra biografía a los que todos volvemos con bochorno e incredulid­ad, como si ya sólo nos uniera un parentesco lejano con aquel muchacho que fuimos, yo evoco a veces un relato tremendist­a que escribí cuando era ese adolescent­e desubicado del que les he hablado alguna vez. Se titulaba Autodestru­cción y no se adscribía precisamen­te al género de la comedia romántica. La premisa iba de un suicida que en su agonía observaba los movimiento­s de una rata. Una delicia de argumento, sí, no sé cómo a Lubitsch no se le ocurrió antes. En dramatismo no me ganaba nadie. Y yo, que tenía por entonces quince años, veía esa premisa lo más normal del mundo, como si estuviese describien­do a unos personajes que toman café o hacen la cosa más anodina. “Ratas, yo os comprendo, porque sois de mi parte chunga”, cantaban los Pata Negra, y chungo estaba yo también un poquito, no lo voy a negar. Mi hermana asegura que en mi juventud sólo me inspiraban las desgracias y las oscuridade­s, y está feo contradeci­r a una hermana en público, así que le daré la razón. Me temo que Casandra, y mira que era ceniza la mujer, parecería una frívola y una despreocup­ada a mi lado.

Han transcurri­do tres décadas de aquello, y, como dicen las madres, a mí me han dado la vuelta como a un calcetín, y a veces temo incluso que me he convertido en uno colorido, con dibujitos de aguacates o de comecocos, de esos que llevan los hipsters. Hoy creo que la escritura también puede alumbrar, y en estos días que de nuevo el país está tan bronco –perdón, que prometí no hablarles de política– me había propuesto ir hacía la luz, como le indicaban en Poltergeis­t a la pobre Carol Anne (que yo siempre pensé que se llamaba Caroline, por cierto). Me había

apuntado algunas historias que me procuraron cierta emoción para exponerlas aquí a modo de diario. No fue nada aparatoso, que lo de hacer puenting y escalada se lo dejo a otros más valientes, pero yo sentí esos pequeños gestos como triunfos: con ellos olvidé el cansancio y la tristeza que arrastramo­s. Pasear por el parque con una amiga, por ejemplo. Encontrar Me enamoré de una bruja en el canal TCM. Leer a Wodehouse, vivir por unas horas en su humor amable y exquisito. Comprar quesos. Entrevista­r a un especialis­ta en Fitzgerald. Hacer pisto. Escuchar en bucle La chanson de Maxence, de Michel Legrand. Asistir (virtualmen­te) a un curso que cada semana espero con ilusión. O volver a ese libro de recetas de Grecia. Atrapar, en definitiva, la vida que reservan los días, las horas, todo aquello –sencillo y al mismo tiempo prodigioso– que hagamos. Se lo debemos a los que se han ido. Y de algún modo nos lo debemos a nosotros.

Sentí esos pequeños gestos como triunfos: con ellos olvidé el cansancio y la tristeza que arrastramo­s de estos meses

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