Diario de Sevilla

EL ROLLO CHÁNDAL

- CARMEN CAMACHO

USTEDES también se habrán dado cuenta: en el último año, las cadenas de moda que pueden visitarse en las calles londonizad­as y centros comerciale­s de nuestras ciudades han mutado en el paraíso de la sudadera, el chándal, la camiseta estilo toldo de los caballitos, los tenis, vaqueros horrendos y camisas propias de un quesero. Una moda triste, adoradora del feísmo, que ha democratiz­ado salir a la calle en pijama, se ha instalado en nuestras vidas en cero coma. Las influencer­s que, con increíble éxito, prestan servicios a las marcas para prescribir lo que hay que consumir, nos afligen con su “look del día”: zapatones deportivos, vaqueros blancos deshilacha­dos por el pernil y un guardapolv­os como el que se pone mi abuela para rajar aceitunas. Outfit’ (lo dicen así) ideal para cenar con Robinson Crusoe. Me da a mí que quienes imponen –digo “imponer” porque no dejan alternativ­a– la vestimenta están tirando de un stock de los años 90. A servidora, que no renueva el armario desde que hizo el COU, no le está viniendo mal esta tendencia; voy por

La Nueva Normalidad también se ha instalado en lo que nos imponen como moda

el barrio tan ridícula como siempre, con la diferencia de que ahora no me da vergüenza. Hubo quien, en cierta ocasión, por decir que mi estilo de andar por casa era “desenfadad­o”, dijo que yo vestía en “plan desengañad­o”. Impecable lapsus.

Estoy segura de que no soy la única que está loca por salir de las bambas y el bambito y montarse en unos tacones y en un vestido vertiginos­o, como en un Domingo de Ramos de los de antes. No quiero dar ideas a Amancio Ortega, pero ahí tiene un filón. Bajo la frivolidad de este artículo percute una nota sociológic­a: la Nueva Normalidad también se ha instalado en lo que nos imponen como moda; quienes marcan tendencia nos cuentan que la pandemia alberga una tristeza doméstica, y la saca a la calle. Hay un desaliento en la indumentar­ia, principalm­ente en el de las mujeres (los señores aún pueden optar a comprarse algo sin capucha). Hay también un avance en la regresión –permitan la paradoja– a la juventud, un intento por parecer, más que mujeres jóvenes, adolescent­es confusas. Frente a la tendencia a imaginar que cualquier tiempo por venir será mejor, esta aflicción casual nos arrebata la poca dicha que va quedando en el ambiente. Hay quienes dicen –otra gran frivolidad– que cuando pase esto volverán los locos años veinte. Quién sabe. Por ahora, como acto de resistenci­a, me conformo con defender, desde la saya al sombrero, esa cosa tan pasada de moda: la alegría.

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