UNA COPA CON ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
ESTOS días de malograda Cuaresma, con los capillitas en vaqueros y sin pandillas silbando Amargura, tienen, a veces, sus pequeñas satisfacciones. Una de éstas fue la conferencia que dio Enrique García-Máiquez el pasado domingo, en el Cicus, sobre el vino y la poesía, materia chupada para el que se crio en El Puerto de Santa María, la patria muchas veces olvidada de tantas y buenas ambrosías del Marco de Jerez.
Con el alma endomingada y el seso despierto, nos pasamos por el antiguo convento de Madre de Dios con dos misiones: disfrutar de la amenidad y sapiencia de Enrique, virtudes que no siempre van de la mano, y felicitarlo en persona por su recientísimo nombramiento como académico de la Hispano Americana de Cádiz. Como dice el propio poeta y columnista, la distinción le ha proporcionado cinco alegrías en una: por Real, por Academia, por Hispana, por Americana y por Cádiz. Más no se puede pedir para un portuense monárquico y atento lector de Gómez Dávila, con un fisco de Pemán y mucho de él mismo. Porque si algo caracteriza a Enrique García-Máiquez es la autenticidad de diez quilates de su alma de lancero bengalí, que le lleva a escribir siempre a tumba abierta, con una radicalidad sin fisuras que acompaña de tolerancia y buen humor. De los varios aspirantes a Míster Chesterton España, sin duda él es nuestro caballo ganador. Como esperábamos, la conferencia, que se acompañó de una copa de fino Pemartín –lo que le dio al acto un grato aire a aperitivo dominical– fue una bienhumorada reflexión sobre las relaciones entre el vino, la poesía y, sobre todo, lo sagrado. Nos gustaría ser Funes para poder relatarles el despliegue de jocosas erudiciones que Enrique García-Máiquez escanció en el patio del Cicus con el objetivo de demostrarnos que, el que bebe vino, no sólo es más feliz y sabio, sino que está más cerca de Dios.
Pero como los santos escritores y bebedores también manejan con fina motricidad el f lorete de la paradoja, resaltamos en esta croniquilla la comparación que hizo de dos poemas dedicados a la estirpe Domecq: el primero, de Alberti, es aquel en el que el poeta comunista le da gran coba de vasallo al señor Vizconde de Almocadén (“¡ Detente, gran Vizconde, frena y mira/ cómo el viento en tu honor se vuelve lira!... y todo así); el segundo, es el muy conocido soneto en el que el hoy proscrito Foxá (gordo, rico y conde) fustiga sin piedad al famoso apellido bodeguero (“Estampa de una España en pandereta,/ ¡id con vuestro dinero a hacer puñetas!,/ oh, Borgias de los vinos de Jerez”). Y ahí quedó.
Si algo caracteriza a García-Máiquez es la autenticidad de su alma de lancero bengalí